Confieso que algunos ejemplos de resiliencia a los altos precios me sorprenden (y a mucha gente). Uno de ellos, el aceite, cuyo consumo se reivindica al precio que sea y cuya venta, aunque mermada, ni mucho menos ha caído lo que sería de esperar tras la violenta subida del coste. Le está pasando a los hoteles, a los alimentos de los supermercados, al ocio: los precios suben pero el consumo no ha sido tumbado.
Los bancos centrales por su parte han subido también el precio de su materia prima, el dinero, pero les cuesta mucho devolver la inflación al dos por ciento anual que tienen como propósito. Y uno se pregunta: ¿Han pasado los años de los precios bajos? ¿Habrá terminado ese tiempo «low cost» con el que la sociedad se regodeaba? Se ha acabado el dinero barato, pero también parece terminar el ciclo de la energía barata, la mano de obra barata, y la generalización del comercio electrónico y de la inteligencia artificial son objeto de permanente escrutinio compensatorio que no garantiza la deflación de costes. Más bien lo contrario.
Ha habido una época en que lo barato era «cool» pero parece que ése tiempo termina. Y el precio como reclamo parece haber pasado de moda porque la cantidad o la calidad priman muchas veces por encima de lo que se paga. Ciertamente esta es una manifestación de la ciclicidad de la economía y si el régimen de periodos sigue vigente podría ser lo que toca. Pero algo está cambiando: una mezcla de resignación y reasignación, un cierto cambio de paradigma, una modulación del consumo y una redistribución de compras, nuevas prioridades, es decir, que está cambiando la «cesta de la compra» de las cosas que compra la gente.
Entonces, sólo debería haber un camino: la productividad, ser capaces de crecer, elevar la eficiencia, aspirar a más y no a menos y sobre todo, lo fundamental, modernizarnos. Si tenemos por delante una época de cosas y servicios más caros, debemos también abordar una etapa de bienes y productos de más calidad y de mayor valor añadido.