El Santiago Carrillo que yo conocí fue el de la Transición y la recuperación de la democracia. A ello contribuyó de manera importante como líder del PCE, el partido por antonomasia, pues era el único que desde la clandestinidad se había mantenido, y era junto con su sindicato, CCOO, dirigido en gran medida por militantes suyos, quienes habían mantenido viva la lucha contra la dictadura en el interior de España. El PSOE, excepción hecha de Nicolás Redondo y su gente de UGT en el País Vasco, llevaban décadas desaparecidos y fragmentados en diferentes siglas, la más conocida la del PSP de Tierno Galván.
La lucha socialista en los años del franquismo es un relato difícil de sustentar. Buena prueba es que ni uno solo de los ministros del primer Gobierno de González, ni él ni Guerra, había pisado ni una cárcel ni un calabozo. Los del PCE sí y habían logrado tejer y construir una recia y curtida organización con gran implantación social. El grito de «aquí se ve la fuerza del PCE» que exhibieron en sus primeros actos públicos no era baladí y ello hizo que la socialdemocracia, ayudada incluso por parte de la derecha española, se volcara en apoyo de los recién reaparecidos socialistas para conjurar el peligro comunista.
A la muerte de Franco, ellos eran la fuerza más organizada y poderosa en la oposición y en la izquierda, quienes pusieron en marcha la Junta Democrática y quienes a la postre se iban a convertir en piedra de toque de la credibilidad de las elecciones democráticas con las que Suárez quería dar el paso definitivo y dejar atrás el régimen franquista.
Los comunistas, dirigidos por Carrillo, habían abrazado el eurocomunismo, que suponía abjurar del estalinismo y rechazar las prácticas leninistas y la «dictadura del proletariado». Habían condenado el aplastamiento de la Primavera de Praga y proclamado, teniendo al italiano Berlinguer como referente, que la democracia no era un instrumento para llegar al poder sino un fin en sí mismo y único sistema aceptable como marco de derechos y libertades. Los entonces jóvenes militantes comunistas lo éramos por aquella nueva doctrina, creímos firmemente en ella y por ella humildemente luchamos y gritamos, exponiéndonos a la represión y la cárcel, con toda convicción y verdad, «democracia y libertad». Otros, quizás, en los extremos siempre los hubo, a lo mejor solo lo hacían por cálculo y oportunidad, pero una inmensa mayoría de aquella generación lo hacía de corazón. Quizá es por ello por lo que ciertas derivas actuales nos repugnan aún más.
Carrillo era nuestro líder y nosotros apoyamos aquella política de reconciliación nacional, de pasar página a la atrocidad que había detrás y unirnos todos, como compatriotas, en pos de un futuro libre y mejor. Y, ¡qué cosas!, lo conseguimos entre todos, nos ha amparado medio siglo casi ya y ahora nos lo quieren dinamitar.
Llegada a Madrid
Santiago Carrillo supo leer muy bien aquella situación. Muerto el dictador, tras el intento infructuoso de Arias Salgado de mantener el franquismo, con Suárez en el poder y la decidida voluntad de cambio de verdad en el aire, y se había legalizado al PSOE, decidió entrar clandestinamente a España, ayudado por un empresario amigo y militante, Teodulfo Lagunero, que lo escondió primero en una de sus fincas. Después se vino a Madrid, y más que ser detenido, se hizo detener el 22 de diciembre de 1976 a la salida de una reunión con los máximos dirigentes comunistas. Aquella noche, más de 3.000 militantes nos manifestamos exigiendo su libertad ante la Dirección General de Seguridad.
Para el Gobierno era una situación insostenible. Lo liberó a los ocho días y quedó en una extraña y tolerada situación que por algún lado, y solo había uno posible, tenía que romper: la legalización del PCE.
Fueron momentos duros y hasta terribles que llegaron a su culminación a principios de enero de 1977, cuando la nonata democracia estuvo a un tris de naufragar. Secuestros del Grapo y atentados mortales de ETA coincidieron con los asesinatos de la extrema derecha de los abogados de Atocha. El aguante del Gobierno de Suárez, providencial Martín Villa, y la contención y firmeza del PCE, aquel cortejo fúnebre, aquella manifestación en el más profundo silencio de mas de 200.000 personas, les ganó el respeto y la consideración de buena parte de la sociedad. Sería unos meses después, el 9 de abril, cuando Suárez dio su golpe de efecto y, no sin fuertes presiones contrarias, legalizó a los comunistas.
Las elecciones fueron en junio. Las expectativas de Carrillo y el PCE eran, debido a su lucha, implantación y organización, mucho mayores de lo que alumbraron las urnas. El hasta hace nada inexistente PSOE se convirtió de lejos en la primera fuerza de la izquierda y en la alternativa a la derecha. Allí comenzó el declive del PCE, aunque se recuperó en las municipales un poco y otro poco en las siguientes generales, pero ya con un techo de apenas algo más de 20 escaños y dos millones de votos. Carrillo, sin embargo, siguió siendo un gran referente y una pieza esencial en el acuerdo constitucional y en el apoyo a los imprescindibles pactos de la Moncloa como a sus compromisos adquiridos con Suárez.
El primero se había consumado el mismo 14 de abril de 1977, cuando se aceptó la bandera como símbolo de todos y la Monarquía Constitucional como forma de Gobierno y que luego refrendó con su voto positivo a la Constitución, el 6 de diciembre del 78. Y esa seguiría siendo su hoja de ruta a lo largo de la Transición, preservar la gran conquista democrática.
En el golpe de Estado de 1981 tuvo un comportamiento ejemplar y valiente. Fue, junto con Suárez y el general Gutiérrez Mellado, el único que no se tiró al suelo y permaneció sentado en su escaño. Según comentó, estaba presente en el corro cuando lo hizo, «por tirarme al suelo no iban a dejarme de matar».
La hecatombe del PCE se produjo un año después, en octubre de 1982. El PSOE arrasó y del PCE quedaron las raspas, cuatro exiguos diputados. La noche fue muy triste en la sede de Santísima Trinidad. Muy pocos aguantamos por allí. Yo me quedé con mi jefe y amigo, Enrique Curiel. Carrillo dimitió.
Fuga de votos
Las causas del batacazo del PCE, amén del empuje socialista y el voto útil en avalancha hacia ellos, estaban también en el interior del partido. Los llegados del exilio, las viejas prácticas y los hábitos doctrinarios chocaban con quienes habían creado y desarrollado la organización en España mucho más abierta y democrática. Comenzaron las divisiones, escisiones y deserciones hacia el PSOE, también por la tentación de ir con el caballo ganador y el poder tiró mucho.
Gerardo Iglesias fue elegido como su sucesor. Lo fue a propuesta suya y de inicio tuvo su aliento y bendición. Aunque no tardaría en retirársela e iniciar una guerra soterrada, pero sin cuartel, para socavarlo y volver. Resultó que el minero tenía ideas propias y no estaba dispuesto a ser su mandado. Carrillo no le perdonó que se quitara de encima su tutela y el conflicto estalló. Como responsable periodístico de Mundo Obrero tuve mi parte en la batalla. Estuve al lado de Iglesias y fue la pelea tan reñida que el Congreso, tenso como ninguno y de resultado tan incierto, se dirimió por 10 votos entre los más de 1.000 compromisarios. Hubo que contar tres veces hasta que se proclamó el resultado a favor de Iglesias.
Santiago Carrillo no se sometió a la voluntad de la mayoría, abandonó con sus fieles el partido y creó otro con el que llegó a presentarse sin éxito a alguna elección. Al final, la mayoría de quienes le acompañaron acabaron en las filas del PSOE. Carrillo no lo hizo. En su última etapa, afloró algo que a algunos que lo tuvimos como líder nos produjo mucha desazón. Sus declaraciones parecían indicar que aquella total asunción de los valores democráticos escondían alguna cosa más. Que quizás no era tan sinceros ni lo eran algunos que vinieron con él. Que el hálito estalinista y dictatorial seguía por allí. Y lo cierto es que ahora el PCE, que sigue existiendo dentro de Izquierda Unida y Sumar, retorna a las doctrinas marxistas y leninistas y de lo que abjuró fue del eurocomunismo y de su papel en la Transición.
Durante aquellos años, y he querido dejar esto para el final, pues no tengo intención ninguna de soslayarlo, el asunto Paracuellos era un tabú en la organización, pero lo cierto es que tampoco se removió demasiado en los medios de comunicación ni fue esgrimido por los diferentes rivales políticos. Los asesinatos y atrocidades cometidos por ambos bandos quedaban atrás y la mirada de España se dirigía al futuro en una clara voluntad de concordia, convivencia y reconciliación. Pero aquella ominosa sombra siempre planeó por encima de su cabeza y su imagen. Nunca se dio una explicación satisfactoria que aventara la sospecha que, dado el cargo que en aquel momento ocupaba en el Madrid de la Guerra Civil, si por no acción o por consciente omisión, tuvo su parte de responsabilidad en aquellos miles de asesinatos.
Últimos años
Pero quiero concluir con una anécdota un poco más risueña. Cuando perdió la secretaría general trasladó su despacho al lugar donde estaban las oficinas del grupo parlamentario y ocupó el que yo había tenido en mis años de jefe de prensa y que aún utilizaba de vez en cuando los días en que acudía al Congreso. Y he de confesar un delito. Sabía que había puesto una nevera y que en ella conservaba los puros Cohiba que cada cierto tiempo le enviaba Fidel Castro como obsequio. Cerraba el despacho con llave, pero yo conservaba una, y un día la usé y le birlé una caja de aquellos preciados habanos. Sin contrición alguna, lo confieso hoy.
A Santiago en realidad los puros no le gustaban. Lo que fumaba, dos cajetillas diarias, casi hasta el fin de sus días, eran unos cigarrillos rubios holandeses, los Peter Stuyvesant, y no parece que le destrozaran la salud. Murió en 2012 a los 97 años.