Nadie reparó en ello. Y, en caso de hacerlo, creo que pocos lo hicieron a mi modo, completamente influenciado por un texto de Agustín de Foxá. Entiendo que es una situación que se ha dado en múltiples tardes, en las que todos éramos objetivamente distintos a los de ahora, y en las que aún no había leído al literato. Un enorme, brillante y firme avión blanco sobrevoló las cabezas de las 24.000 personas que, el otro día, estábamos en Las Ventas despidiendo a Enrique Ponce. Pasó un poderoso avión lleno de planes de futuro, agobios, maletas y de alguna que otra fobia a volar casi superada, pastillita mediante. La aeronave, repleta de cables, de botones, de monitores, de ondas wifi, de auriculares inalámbricos, de móviles, de ebooks… proyectó su sombra sobre el albero venteño cuando David Galván, segundo espada de la tarde, arrancó los aplausos con un torerísimo inicio de faena a su primer toro. Y, como Foxá, por un momento, valoré la perfecta convivencia entre aquel aparato supersónico, atestado de tecnología, y ese hombre milenario, de verde y plata, arrebatado de torería y siglos en su muñeca. La diferencia está en que, quitando mi irremediable pedrada, nadie levantó la vista de la arena. Pero, dentro de aquel avión, negarlo sería necio, unos cuantos con billete de ventanilla fijaron su vista en aquel dorado y redondo templo, donde la muerte no es tabú. Dentro de ese avión habría más de cinco o seis lexatines. Y más de veinte estómagos encogidos. Y otros tantos insomnes, rosario en mano. O petaca. Todo por el canto de ese canario en la oscura mina de nuestra cabecita, que nos recuerda que las cosas pueden torcerse. Tanto que nos lanza a la imaginación todas las catástrofes que pueden ocurrir durante el vuelo. Y, mientras, bajo aquel milagro que convierte las toneladas en papel, a la Muerte se le honra con pasodobles, palmas rotas, sombreros quitados, pañuelos al viento, flores en el pelo, mantones en barrera y emociones en sombra.
Porque a los de abajo también nos aterra que nuestro propio avión se caiga. Pero, sin pastillas, le miramos a la cara. Nos arrimamos, lo templamos, nos lo pasamos muy cerca, lo cuajamos por ambas alas y, si reúne las condiciones necesarias, lo mandamos de vuelta al hangar. Y, bien filmado, este anacronismo -en el mejor sentido, rozando el piropo-, puede ganar la Concha de Oro en San Sebastián. Escribo la columna, y recuerdo dicha tarde, con El Poder del Arte, de Robe, de fondo. «Tal vez, si pudiera hablarte. De si fuera cierto. Que el poder del arte. Bien nos pudiera salvar. De una vida inerte. De una vida triste. De una mala muerte». Por eso, esta semana, Soria se ha llenado de idiosincrasia, de música, de teatro, de exaltación de la vida. La colorida Capilla Sixtina de la ermita de San Saturio ha contrarrestado al oscuro cielo del día del patrón. Fiestas en las que, por suerte, la única pirotecnia que ha llenado de fuego la oscura noche ha sido de celebración.