Este domingo nos jugamos el futuro de Europa, es decir el de cada uno de los europeos y el de España. El suyo, el mío, el de todos. De momento, al menos en España, hemos perdido una gran oportunidad: hablar de Europa, de sus problemas, de sus grandes desafíos, de las reformas que tenemos que afrontar juntos, de lo que hay que cambiar y de lo que hay que fortalecer. Siete de cada diez leyes que se aplican en España responden a normativas europeas. La salida de la pandemia no hubiera sido posible sin el esfuerzo común europeo. La política agraria común puede ser una tabla de salvación para los agricultores españoles o su condena definitiva. La defensa de una Europa amenazada por Rusia -sobre todo si Trump gana las elecciones americanas- no será posible si no hay una clara unión de todos los países de la Unión Europea. La inmigración es indispensable para la supervivencia de una Europa envejecida y cansada, pero hay que hacerla bien, dejando al margen los extremismos tanto de los buenistas como de los que quieren echar a todos los inmigrantes por la fuerza, cada vez más. Hay miedo al crecimiento de la extrema derecha, pero también al de los viejos nacionalismos o a los populismos de extrema izquierda, pero nadie habla de las causas reales de ese aumento de intención de voto, de esa creciente indignación social, real o forzada.
De nada de eso se ha hablado en la campaña electoral española. Sólo de emociones, de sentimientos, de insultos y agresiones verbales. Prácticamente ni una sola idea, ni una propuesta, sólo vaguedades. Los programas de los partidos apenas tienen tres o cuatro folios de generalidades. Y algunos que lo han trabajado un poco más proponen el "gratis total": más derechos, más gasto público, más subvenciones… sin decir de dónde saldrá el dinero o de dónde se tiene que quitar, como si el Presupuesto de la Unión Europea surgiera del cielo y no de los bolsillos de todos los ciudadanos. Hay que ir a votar sí o sí. Para defender los valores, cristianos en su origen, de paz, igualdad, libertad, solidaridad, de reconciliación, de entendimiento y de hacer un frente común contra el odio y la venganza. Sabemos lo que es eso, sabemos las amenazas que nos acechan, con una guerra a las puertas de Europa. Por eso, abstenerse de votar, como han dicho los obispos europeos, "no es neutral, sino dar a otros el poder de votar en contra de nuestra libertad, sobre lo cual habremos de asumir nuestra responsabilidad".
Tenemos que votar a quienes, como dijo hace diez años el Papa Francisco ante el Parlamento Europeo, pueden "construir una Europa que no gire en torno a la economía sino a la dignidad de las personas y a la consecuente defensa y promoción de los derechos humanos". Votar por una Europa solidaria contra la desigualdad y el empobrecimiento. Una Europa que defienda la dignidad de la vida desde el inicio hasta el último minuto de la vida, sin fisuras. Una Europa que reduzca la burocracia. Una Europa que en lugar de rechazar y demonizar a los que se desplazan forzados por la guerra, la miseria o el hambre, preste atención a los factores de expulsión y de atracción que subyacen en la migración forzada. ¿Qué haríamos nosotros si nos viéramos obligados a huir, si viéramos a nuestros hijos en peligro de muerte, si nos viéramos atrapados por una guerra? ¿Qué han tenido que hacer los ucranianos? ¿Qué están teniendo que hacer los habitantes de Palestina? Hay que defender una Europa fuerte y solidaria, una Europa de valores, eficiente, que minimice a los extremistas de uno y otro lado. Hay que votar sin ninguna excusa. O asumir sin rechistar lo que venga después.