Amor, vida, libertad o ilusión son algunas de las palabras que siempre se cuelan en los absurdos ranking de los términos más bonitos. Infantilizados hasta el extremo, en una sociedad en la que otros nos explican qué es lo que pensamos y opinamos nosotros, todo se digiere mejor con la papilla de las listas y rankings. Las 10 mejores no sé qué, las cinco zarrias más virales o el top 3 de mejores nuevos colores. Ya me dirán ustedes cómo se puede uno imaginar un tono que no existe. Volviendo a las palabras, entiendo que sean los conceptos con los que he arrancado el artículo los que se ganen el favor del desconocido jurado -quizá sea un grupo de expertos avalado por Moncloa- que elabora esos Tezanescos 'estudios'. Digo que lo entiendo porque se eligen los conceptos de mayor profundidad y trascendencia. Si sólo de palabras se tratara, la lista estaría compuesta por vocablos como sinfonier. Con carácter y sonoridad. Nada más allá. Evidentemente, estos listados siempre se hacen en positivo, faltaría más. Aproveché que el otro día me desperté bastante antónimo para elaborar mi particular lista de peores palabras, para reivindicar con vehemencia la amnistía y, ya de paso, solicitar la inclusión del celtíbero en el Congreso. Como ven, no hay nada como amanecer antónimo para aprovechar la mañana. Pensé en los peores términos, pero me hice la trampa. No pensaba en su sonoridad ni en su composición. No era capaz de librarme del poso conceptual. Después de aclarar las normas de mi autoimpuesta enumeración, encontré la respuesta. «¿No me reconoces?», «¿Sabes quién es?» y «tranquilo, papá. No pasa nada. Todo está bien. Soy yo, tu Josito» vencieron sin rival alguno. Son muchas palabras. Por sí solas, muy normalitas. Todas juntas, ordenadas, son una navaja de filo helado que rasgan el alma, la garganta y los álbumes familiares. Nuestros mayores siempre recomiendan que absorbamos cada momento, cada instante y cada recuerdo para poder saborearlos dentro de unas cuántas décadas en esa mecedora del porche en la que contemplaremos cada atardecer como el mayor espectáculo del mundo. Pero qué hay de aquellos que no pueden. A los que la cabeza les ha abandonado en la gasolinera de la tercera edad. ¿Merece la pena vivir algo que no se puede recordar?
Ya sumido en sí mismo, presa del Alzheimer más feroz, Gabriel García Márquez pasó sus últimos años de vida en silencio, ausente y apagado. A pesar de ello, su mujer no dejó de preparar planes para compartir juntos. Evitando dar el del premio Nobel a la hora de hacer la reserva, un día en Viridiana, Mercedes pidió una mesa a nombre de Aureliano Buendía. Al oírlo, como un rayo, la vida cayó con toda su fuerza, por un instante, sobre el enfermo escritor. Los ojos se le humedecieron y, volviendo a sonreír, dijo: «¡A ese yo lo conozco!». ¡Cómo no va merecer la pena!Este jueves se ha celebrado el día mundial contra el Alzheimer. A todas esas familias, tan guerreras y valientes como sus mayores.