A veces aparecen insólitos estrenos, como sucede en el Real con La pasajera, del malogrado Mieczys?aw Weinberg, cuando hace poco, en el Teatro de la Abadía estrenaban también una versión interpretada en la gestualidad de un modo exquisito desde el punto de vista estético, con reducidos pero adecuados medios, del Pierrot Lunaire, de Arnold Schoenberg, y es que no es común que nuestros escenarios capitalinos incluyan tantas obras memorables del siglo XX, pues su música lleva añadida la fama de ser difícil para los oídos del gran público.
La obra, retrasada por culpa de la pandemia, llega en un momento delicado para Israel, pues conviene recordar que se debe distinguir entre lo que sucede con la guerra en Palestina y el antisemitismo que llevó a una de las tragedias más notorias de la humanidad, organizada de modo sistemático por Alemania, que había sido clave en la Ilustración y el desarrollo cultural.
El libreto no es un panfleto, sino que muestra las dobleces del alma humana, su complejidad, la miseria y la grandeza moral en las situaciones límite. Al no ser la típica denuncia en blanco y negro, como si los nazis solo fueran monstruos, la novela tuvo problemas para editarse. Sin embargo, el horror de la barbarie antisemita es más notorio. Importante para que se evite en estos tiempos.
Tras el reencuentro de Lisa y Marta, suena un vals en el barco. - Foto: Javier del RealEn el campo de concentración, mientras se queman los cadáveres, Lisa, una vigilante, envidia a la prisionera Marta, una católica polaca, muy apreciada por todos por su amor. Lisa descubre que también allí está su novio, antes violinista, y les permite algún encuentro en que ella, morbosa, se siente divina custodiándolo. El comandante del campo es melómano y suele hacer sonar en los altavoces el mismo vals. Al saber del novio violinista, Tadeusz, ordena que se lo toque y en vez de eso interpreta la chacona de la partita nº 2 de J. S. Bach, rebelde: música dolorosa que luego se descompone y le lleva a la muerte.
El reencuentro
En un transatlántico, donde en la primera escena veíamos a la carcelera con su marido, un diplomático que cuando se entera de lo que fue solo teme por su posición, al final les vemos reencontrarse con la superviviente Marta, que hace sonar el vals del comandante por los micrófonos, destacando aquel pasado atroz que reclama justicia. La dirección de escena es excelente, dinámica: todo resulta muy cuidado y enormemente adecuado al ambiente que contemplamos, sea el buque de ambiente dandy que de blanco lleva a los protagonistas a Brasil, que el tremendo campo de concentración, entre vagones de tren que cambian la mirada cada poco de un modo monumental y a la vez ingenioso. Excelentes escenógrafos contemporáneos: David Pountney y Johan Engels, así como la iluminación de Kebour o el resto del equipo.
La obertura ya es llamativa, poderosa, estridente, recordando en sus secciones más rítmicas a La consagración de la primavera, de Stravinsky. De hecho, lo más grato es, sin duda, la composición instrumental, ya que la parte vocal es algo dura y repetitiva. Este compositor judío, polaco, que perdió a la mayor parte de sus familiares en los campos de concentración alemanes, aunque desde 1939 se había ido a vivir a la Unión Soviética ante la invasión nazi de Polonia, fue amigo de Shostakovich y muy valorado por este, trabando honda amistad. Esto no le impidió ser postergado, si bien no se le acusó de formalista, pero pese a su abundante obra (con 21 sinfonías), hubo de vivir de música para el teatro o el circo, además de estar marcado como judío en un ambiente ruso cada vez más hostil: incluso fue arrestado, acusado de «nacionalismo burgués judío.» Pocos saben que después de la persecución nazi, Stalin preparaba otra purga general de judíos en sus territorios, y si se mira los millones exterminados por el estalinismo, no iba a ser algo suave. Afortunadamente, murió antes. Así que ni entre nazis ni entre comunistas pudo ser debidamente apreciado. De hecho, Weinberg no pudo ver estrenada esta ópera, solo medio escenificada por vez primera en 2006, ya que murió 14 años antes. Después sería estrenada en una coproducción con el Real en 2010 en Begrenz. A veces hay piezas que parecen nacer muertas, como esta, basada en la novela del mismo título, de Zofia Posmysz, compuesta en 1968, pero luego son recuperadas.
Expresión impecable
El estilo expresionista es patente, estridente, para partir en parte del neoclasicismo soviético, pero a veces también muy lírico, reelaborando temas tradicionales en algunos pasajes.
La dirección musical de Mirga Gražinytè-Tylamerece resulta brillante. Amanda Majeski destaca como Amanda, en una partitura de mucha variación, lo mismo que Daveda Karena como Lisa, la carcelera. El coro del Real, como un grupo que contempla todo desde el siglo XXI, siempre excelente, que cantaba en español, así como en varios papeles, se alternan las voces en alemán, polaco, francés, ruso... La conjunción entre la elegancia de trajes blancos y bailes del barco y el atroz ambiente del campo de exterminio, el encuentro final entre verdugo y víctima, indagando en el aspecto psicológico, logra un efecto formidable.