Los primeros en aparecer por España fueron los griegos y los fenicios. Estos últimos lo hicieron con más frecuencia y aprovechamiento, fundando Gades (Cádiz) e incursionando incluso hacia el interior. Los cartagineses, sus primos y sucesores, lo harían ya con enorme intensidad, llegando a dominar gran parte de la Península, y estableciendo aquí una segunda Cartago, la actual Cartagena. Pero fenicios y púnicos estaban más a lo suyo, el comercio y guerrear con los romanos y los helenos, aunque no hicieron demasiado caso a nuestra tierra. Únicamente fundaron la colonia de Emporión (Ampurias) y eran más dados a escribir y a contarlo. Por ellos sabemos que consideraban al Estrecho de Gibraltar el final del mar y del mundo navegable y que, a partir de allí, solo un semidios fortachón se podía atrever a pasar. Por eso le llamaron las Columnas de Hércules.
Conocemos también que el primero en aparecer por nuestras costas fue un tal Coleo, de la isla de Samos, a quien los vientos empujaron y, sin querer, las atravesó llegando a Tartesos, civilización y rey, Argantonio sobre quienes se deshizo en elogios, volviendo cargado de grandes riquezas, mucha plata sobre todo, y dando origen a la imagen mítica y de esplendor que prevaleció entre los siglos VII y IV a. C.
Pero a los griegos les interesaba mucho más Egipto (y las costas africanas, del Asia menor o del otro lado del Mediterráneo) y no vinieron demasiado por aquí. Su gran historiador Herodoto tan solo menciona, y de paso, una vez más al legendario Tartesos y a la citada Gades. Con todo, sí estuvieron por aquí algunos sabios ilustres como Posidonio de Apamea, Artemidoro de Éfeso y Asclepíades de Mirlea y, sobre todo, Polibio, en el siglo II a.C . Pero este vino ya con los romanos, en concreto con Publio Cornelio Escipión, conquistador de Numancia y Cartagena, a la que describe a la perfección, y que consiguió derrotar a Aníbal. De Polibio conocemos que nos visitó y recorrió bastantes lugares, dejando mucho escrito, siendo suyo el primer retrato geográfico, etnográfico y de los recursos agrícolas y minerales de Iberia. También el primer libro donde salíamos y nos dábamos a conocer en el mundo civilizado. Pero esa obra desapareció. Se perdió hace muchos siglos y no ha llegado copia alguna al día de hoy.
Hubo de ser Estrabón, otro griego, quien tomase el testigo, pero este ya más de un siglo después y sin pisar siquiera por aquí. Tomó buena nota tanto de lo suyo como de los otros tres y bien que lo aprovechó. Es él, aunque hablando de oídas, mejor dicho de leídas, el autor del primer texto que se conserva donde figura una descripción de Hispania (ya se la llamaba así) de su territorio y de las gentes que la habitaban, en su obra la Geografía, una descripción exhaustiva del mundo conocido en el tiempo en que vivió, 64 años a.C- 21 d.C y que escribió ya siendo Roma un imperio y Augusto su primer emperador.
Estrabón era un griego nacido en el Ponto, pero tan ya del mundo romanizado que tenía su ciudadanía como tal. No hay que quitarle mérito alguno por no haber llegado a nuestro solar, porque si recorrió gran parte del imperio y del Mediterráneo y, desde luego, era un sabio. Buceó en toda la documentación existente y no solo se limitó a recoger los testimonios más antiguos sobre la Península, fueran leyendas, poemas, incluido Homero, informes de gobernantes o campañas militares. También supo aplicar a todo ello los conocimientos añadidos y avances de su tiempo para componer una obra sorprendente y completa, llena de información y matices que no se limita a una simple enumeración de pueblos y ciudades.
Denota que el conocimiento era mucho mejor del territorio costero o sus cercanías que el del interior. Contrapone con acierto las regiones meridionales y las levantinas, ya muy romanizadas y en claro progreso, y el avance civilizador a las centrales que, aunque ya conquistadas por completo por los astures y cántabros muy recientemente, eran un territorio aún muy desconocido, agreste y primitivo que perseveraba en sus dormas ancestrales de vida.
Señala con entusiasmo la extraordinaria riqueza y fertilidad de las tierras del sur, de la Bética en particular, y elogia sus abundantes recursos agrícolas, pesqueros y mineros, además de sus vías de comunicación terrestres y fluviales. Da cuenta de que sus ciudades ya sobrepasan el número de 200 y destaca algunas como Córdoba, Sevilla y Cádiz, por su riqueza y su fama y anota el elevado proceso de romanización de sus gentes. También se hace eco de que conservan tradiciones literarias y religiosas de gran antigüedad.
Lo pone todo ello de relieve para contrastarlo con el norte y el interior íbero, con su agreste y duro paisaje, de grandes y abruptas montañas, desfiladeros, ríos tumultuosos, bosques impenetrables y también resecas e infértiles llanuras. Y es, a su juicio, el aislamiento de sus poblaciones, ancladas en formas de vida pretéritas y pobres, lo que les ha llevado desde siempre al bandidaje y al saqueo como forma alternativa de vida.
Pone acento en los lusitanos y en sus costumbres guerreras, además de la terrible tradición de sus augures de predecir el futuro escrutando las entrañas de los prisioneros. Sobre los habitantes de las montañas norteñas señala su dieta a base de bellotas, manteca y cerveza, que duermen en el suelo y todo lo más en lechos de paja. Escribe también sobre sus danzas , en circulo, cogidos de la mano dando saltos y poniéndose en cuclillas en las que también participaban las mujeres con sayales negros y vestidos floreados. De los hombres indica su costumbre de dejarse el cabello muy largo y suelto, al igual que ellas. Relata, con frialdad, que en Roma existió la roca Tarpeya para los recién nacidos con minusvalías patentes, que a los condenados a muerte se les arrojaba desde un peñasco y le parece repugnante el hábito de lavarse los dientes con orina. Desconocían la moneda y utilizaban el trueque. Diferencia además entre los pueblos: los galaicos, que no tenían dioses, los celtiberos, que hacían sacrificios en las noches de luna llena a una deidad que no tenía nombre alguno, y los cántabros, que se entregaban con entusiasmo a la muerte antes que caer en manos de los romanos, y entonaban himnos de victoria mientras eran crucificados. Así nos vio Polibio y así nos lo contó Estrabón.