Vivimos una época de desesperanza. Más de la mitad de los españoles, por ejemplo, creen que es probable una tercera guerra mundial antes de los próximos treinta años, según una encuesta que realicé recientemente junto con Metroscopia y la Fundación AXA para un trabajo sociológico en el que ando embarcado. Cuando profundizas un poco, percibes que no se trata de una guerra con bayonetas, ni siquiera con misiles o cañones, al estilo de lo que, ay, estamos acostumbrándonos a ver en Oriente Medio o en Ucrania: será una guerra cibernética, por el control de las mentes y, por tanto, del poder. Algo de eso sugirieron, en su día y con diversos grados de cautela, el Papa Franciso, Angela Merkel e incluso, mucho más cautamente aún, el entonces presidente Obama. ¿Están empezando a cumplirse tales predicciones?
Ahora llegan algunos profetas de la catástrofe, nuevos heraldos con supermillonarias ventas de libros, como Yuval Noah Harari o el germano-coreano Byung-Chul Han, a pronosticar el fin de la democracia a manos de una Inteligencia Artificial controlada por malas manos y acaso peores intenciones. Pronostican el fin de la era de la comunicación, del debate, a manos del 'dataísmo': los datos, que han acaparado personajes poderosos, son los que tienen la razón frente a la reflexión. No muy lejos de estas advertencias también las de los recientes premios Nobel de Economía -debería haber sido de sociología, quizá- Acemoglu y Johnson. Nos están casi informando de que se acaba una era y llega el comienzo de otra, más cercana a las pesadillas imaginadas por Orwell o Huxley. Una era que, pareciendo más feliz, porque las realidades paralelas siempre tratan de inundarnos de falsa felicidad, será, en realidad, más triste.
Sin compartir del todo, desde luego, el pesimismo que me inculcan estas lecturas, pienso que no faltan motivos para alentarlo, pero tampoco esperanzas para combatirlo. Admito que los pensadores a los que me he referido están, de alguna manera, angustiados ante algunos factores concretos y quizá coyunturales, como una posible victoria de Trump en Estados Unidos -y nos queda medio mes para comprobar si este temor toma cuerpo-, y ante la marcha un poco caótica de la 'política terráquea', en la que influyen no poco los titubeos ante las migraciones, que son, al final, la historia de la Humanidad. Una Historia, ya lo vemos, de la que no hemos aprendido nada.
Descendiendo a una escala nacional, el que fuera director de los trabajos de Prospectiva 2050, Diego Rubio, hoy 'número dos' en La Moncloa, me dijo un día no lejano que los españoles nos situamos entre los más pesimistas de la Unión Europea, según los trabajos que su organización realizó. Esto contrasta, ciertamente, con otros sondeos que conozco e incluso que realizo, pero no cabe duda de que -esto, claro, no me lo dijo Rubio- la relajación moral que se advierte en la vida política española, la falta de interés por el ciudadano individual, la escasa veracidad en discursos y actuaciones de nuestros representantes a todas -y digo todas- las escalas, están teniendo un reflejo social.
Si, además, alimentamos este nacional-pesimismo con los fenómenos que se están produciendo en la filosofía y la geopolítica planetaria, tendremos una adecuada radiografía de quiénes somos y de dónde venimos. Lo que no tenemos claro es hacia dónde vamos. Continuará, me temo, porque esto, adaptando a lo que digo la célebre exclamación del asesor de Bill Clinton, James Carville, 'es la economía, estúpidos', esto, señores, 'es la guerra, estúpidos'. Y hay que pararla: solo a base de más democracia lo lograremos.