María de Jesús de Ágreda y la España Mágica del Barroco

José Javier Romera Molina
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El coleccionista José Javier Romera ahonda en la figura de Sor María de Jesús de Ágreda

María de Jesús de Ágreda y la España Mágica del Barroco

«U na penosa y larga enfermedad me ha impedido escribiros. Mis fuerzas, cada día más débiles, no me permiten participar ya en la actividad diaria del convento. Qué lejanos los rezos en el coro en los que rogaba a Dios por la vida de Vuestra Majestad. La mía sacrificaría y ofrecería al Altísimo porque nos conservara la vuestra. Quiero servir y obedecer a Vuestra Majestad con título de esclava y sierva cuanto la vida me durara. El Altísimo le guarde y prosperen felices años» 

En la Concepción de Ágreda  27 de marzo de 1665

   

Esta es la última carta que escribe Sor María de Jesús de Ágreda al rey Felipe IV. Dos meses después, ésta fallece a la edad de 63 años. Estamos ante un ser extraordinario, cuya pluma, estilo y peso literario es perfectamente equiparable al de Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, aunque la historia no haya querido reconocerlo. Monja concepcionista y mística escritora en un tiempo donde la mujer era un ente despiadadamente marginal y su papel en la sociedad estaba condenado al ostracismo. Pero también estamos en un tiempo, el del siglo XVII, donde los raptos celestiales y los arrobos constituyen el pan nuestro de cada día. Es la religión mágica del Barroco. De la monja se dijo que sufría arrebatos místicos, éxtasis y el poder del desdoblamiento físico o bilocación en sus casi 500 viajes a Nuevo México, Arizona y Texas, todo ello sin salir nunca de su pueblo natal, Ágreda, ni de su celda de clausura donde desde su ventana divisaba las faldas del Moncayo teniendo sus manos y su rostro teñidos de amarilla palidez.

Nace María Coronel y Arana el 2 de abril de 1602 en la calle de las Agustinas de Ágreda. Sus padres, Francisco y Catalina, tienen once hijos de los cuales solo sobreviven cuatro. Es una familia bien posicionada, extremadamente religiosa y de rancio abolengo. De mutuo acuerdo, los cónyuges deciden disolver el matrimonio para ingresar el padre con sus dos hijos varones, Francisco y José, en la orden Franciscana en un convento de La Rioja.

Por su parte, la madre ingresa con sus dos hijas, Jerónima y María, en la orden de las Concepcionistas Descalzas, utilizando la casa familiar adaptada a convento. Sabemos que en el año 1618 ya se produce dicha transformación. No será hasta 1633 cuando, por falta de espacio, las madres concepcionistas cambien su ubicación al convento que podemos visitar en la actualidad.

La infancia de María Coronel queda marcada por su precario estado de salud, pues a los 13 años está a punto de morir. Niña enfermiza, de carácter muy poco sociable, amante de la soledad y algo asustadiza y apocada, hace que su madre la trate con extremada dureza.

 A la edad de 16 años, toma el hábito concepcionista cambiando su nombre de pila por el de Sor María de Jesús. Su comportamiento ejemplar y su gran entrega vocacional hacen que sea nombrada abadesa del convento con tan solo 25 años. Corre el año de Nuestro Señor de 1627.

Entre los años 1620 a 1623, se producen una serie de fenómenos sobrenaturales que provocan grandes padecimientos físicos y mentales en la monja, pues en ocasiones llega a levitar. Ella misma los define como recogimientos o exterioridades. «Estaba en gran sequedad y entrando en la oración dije: 'Señor ¿Qué tengo yo de hacer aquí de esta manera?' Fue tanta la alegría que me dio que me consoló mucho y me sobrevino un grande ímpetu de amor a Dios y yo me resistí a Él y no pude y así salí de mí y me arrobé. Fue este el primer recogimiento que tuve y se me hizo cosa nueva y espantosa. Vi la Madre de Dios con su hijo en brazos como cuando lo bajaron de la cruz y me dijo: 'Hija mía ¿Hay dolor como este?' Si la justicia seglar me hubiese cogido en grandes delitos y me sacara en un pollino a la vergüenza, no lo sintiera tanto como que me vieran en aquellos recogimientos o elevaciones que tenía. Rogué insistentemente al Altísimo para que cesaran las exterioridades... El Señor me dijo que no me afligiera, que él me daría un estado de luz y me guiaría por camino oculto y seguro».

 Y es que, a una distancia de 10.000 kilómetros del convento, en el llamado entonces Nuevo Mundo, un grupo muy nutrido de indígenas que han aprendido a rezar el Credo y el Ave María, comunican a los 29 frailes franciscanos que allí se encuentran evangelizando, que han visto andando por los llanos a una dama vestida de azul que, portando una cruz entre sus brazos, les ha enseñado la fe cristiana. ¿Desdoblamiento físico o poder de la bilocación dado a la monja por el Todopoderoso? A día de hoy, la ciencia no ha logrado explicarlo de manera racional.

El de 1643 es un año crucial para la religiosa. Sor María de Jesús de Ágreda cuenta con 40 años cuando recibe en el convento la visita de Felipe IV. El monarca, apodado El Rey Planeta, es un hombre culto, algo depresivo y patológicamente religioso al que por su agitada vida amorosa y sexual se le atribuyen unos cuarenta hijos entre legítimos y bastardos. El rey se encuentra solo, viendo día a día como se desmorona el imperio, con harto dolor de corazón tiene que alejar de la corte a Gaspar de Guzmán, el conde duque de Olivares, su fiel consejero durante casi 20 años. La guerra amenaza por todas partes, se pierden los últimos territorios en Portugal, sigue el conflicto con Francia donde años después se firmaría la Paz de los Pirineos y, por si todo esto fuese poco, Cataluña se ha sublevado. Además, la profunda crisis económica da lugar a la bancarrota. Todo un caos.

 A librar la batalla del Río Segre se dirige Felipe IV con sus tropas. Al llegar a Zaragoza, el rey jura privilegios, pero antes hacen un alto en el camino y la comitiva real se detiene en el convento de la Concepción de Ágreda. Así lo relata Sor María: «Salí de Madrid, me dijo el Rey, desvalido, sin medios humanos y fiando solo en los divinos. Fío muy poco en mí porque es mucho lo que he ofendido a Dios y le ofendo. La luz y el calor del verano ya se presentían en Ágreda, era un 10 de julio, nunca lo olvidaré. Ese venturoso día pasó por este lugar y entró en este convento el Rey Nuestro Señor y me dejó mandado que le escribiese».

Tres días después de la partida del rey, Sor María recibe la primera carta de su majestad. Comienza aquí una relación epistolar entre ambos que durará 22 años, hasta la muerte de la religiosa en 1665. Un total de 618 cartas que le llegan a la monja con un denominador común: para que la correspondencia fuese secreta, el rey escribe la consulta en el margen izquierdo del pergamino, dejando espacio suficiente en el margen derecho para que responda su destinataria. Pero, aunque la religiosa respeta las reglas, hace copia manuscrita una a una de todas las cartas y las va depositando en la biblioteca del convento. Sea como fuese y por inverosímil que parezca, la monja dirige al rey, pues es su consejera y orientadora en todos los sentidos. Le ofrece tanto consejos políticos y militares, recomendando cómo debe colocar las tropas en la batalla, como asesoramiento espiritual. No da un paso el rey sin previamente consultarlo a su asesora.En definitiva, se convierte en una mujer que dirige la política de Estado sin salir de su celda de clausura. Una monja visionaria y con el poder de ver el estado de las almas de los difuntos, de ahí una segunda visita al convento de Felipe IV que, tras la muerte de uno de sus hijos, el príncipe Baltasar Carlos, fallecido a la temprana edad de 17 años, Sor María comunica al rey que el alma del infante está vagando en el purgatorio y que pronto será elevada al cielo.

Ante tales acontecimientos y como era de esperar, interviene la Santa Inquisición. Sor María tiene miedo, conoce muy bien el caso de otra monja, Luisa de Carrión, procesada y absuelta después de muerta por el Santo Oficio. Teme que a ella le ocurra lo mismo.

A principios de 1650 los inquisidores la esperan en la puerta del convento. «Después de mi enfermedad vinieron de parte de la Inquisición a ordenarme que declarase y declaré durante diez días en el comulgatorio con el duro frío de enero. Me examinaron de sucesos que tuve en mis principios. Declaré la verdad». Extraordinarios debieron ser los argumentos de la monja para salir impune de todas sus comparecencias y, aunque los inquisidores la observaron muy de cerca hasta su muerte, nada lograron de la religiosa. 

«Dos veces me ha dado la Divina Majestad ley y conocimiento de todo lo creado, la primera en mis comienzos, la segunda al dotarme de ciencia infusa para escribir la vida de la Reina del Cielo». Nace así la obra cumbre de Sor María, Mística ciudad de Dios, publicada en el año 1670. Es un tratado místico y ascético sobre la vida y milagros de María Santísima, un libro muy comprometido y polémico donde su autora describe la figura de la Virgen de manera muy desmesurada, lo que no gusta a los inquisidores en un tiempo en el que la Iglesia se debate entre defensores y detractores del dogma de la Inmaculada Concepción. La obra pasa a engrosar la lista de libros prohibidos. En tiempo posterior, Benedicto XIV levanta el veto, se vuelve a autorizar su lectura.Hoy en día la obra se ha traducido a 17 idiomas.

Los últimos años de la vida de Sor María vienen marcados por un acelerado empeoramiento de su estado de salud. Hay que recordar que ayuna varios días de la semana y duerme muy pocas horas. Noches en blanco y a oscuras donde la monja desde las dos a las cinco de la madrugada hace sola el ejercicio de la cruz en una espaciosa tribuna, cargando de rodillas con dicha pieza de hierro con un peso de 25 kilos y dando unas 15 vueltas contemplando los pasos de la pasión del Señor, llegando a veces a sangrar en sus piernas. Sabemos también que le practican unas 71 sangrías en sus últimos 14 años de vida, que padece dolores de estómago que le causan vómitos de sangre y que soporta fuertes dolores de cabeza que la dejan con pérdida de visión temporal y congojas mortales, además de sufrir un apostema o absceso supurado en el pecho.

Finalmente, después de recibir los Santos Sacramentos, muere en el Señor el 24 de mayo de 1665 a los 63 años de edad. Se coloca su cuerpo en el cementerio común de las religiosas, donde permanece sepultado 244 años, siendo trasladados sus restos en 1909 a la tribuna contigua a la iglesia, donde actualmente permanecen conservando su cuerpo incorrupto. Su proceso de canonización sigue abierto.

Que la Madre de Dios, a quien Sor María dedica toda su vida y toda su obra, acoja el alma de su sierva y la eleve a la gloria de su Reino, que así sea. Con luz de media tarde, el cielo se derrite poco a poco sobre el convento de la Concepción de Ágreda.