En febrero, ya con la Cuaresma en marcha, elecciones en Galicia: región concomitante a la nuestra y con la que tantos lazos nos unen, especialmente a las provincias por las que pasaban los arrieros, la historia transitiva de 'El Maragato', Santiago Alonso Cordero. Galicia como destino también, el final del Camino de Santiago, el Manzanal, esas tierras emparejadas, el Barco en el Valdeorras.
Galicia es un repositorio de mayorías absolutas, producto ausente de los mercadonas políticos desde que el 15 M ajusticiara el bipartidismo. Allá donde muchos votan a Fraga o lo que sea que quede de él, pero donde también las mareas se llevaron por delante muchos diques municipales. Comicios de nuevo en una España «hiperelectorlizada» y taquicárdica de tanto acelerarse y dar voces en los mítines.
Las encuestas no comprometen la preponderancia de los sucesores de Feijoo por mucho que el trilerismo previsible haya intentado hacer el juego de las bolitas esas de las playas. La Galicia esencial si se confirman las encuestas tiene previsto cambiar poco, pero en estos tiempos de puzzles y rompecabezas el aserto de que hasta el rabo todo es toro adquiere una vigencia especial.
En estos días en que asistimos al inefable espectáculo del independentismo hosco, frentista y segregacionista, resulta balsámico asistir a un proceso electoral en una de ésas comunidades llamadas históricas pero que no han devenido en histéricas. Es compatible afirmarse y a su vez mantener los lazos superiores con la nación germinal. Y que ése proceso carezca de aristas y que la campaña electoral, a lo que parece, no vaya a ser supremacista es un factor de calma. Demasiados desplantes sufrimos los españoles por ciertos sectores del nacionalismo a ultranza en el Pais Vasco y Cataluña como para no alegrarnos de que los gallegos sigan ejerciendo de gallegos.