Es difícil ser socialista en estos días y no ponerse colorado con lo que se va descubriendo del caso Koldo. Incluso columnistas de cabecera del PSOE tienen que escribir que lo realmente importante es lo que está pasando en Gaza y Ucrania, que es verdad, o lo terrible que es escuchar un telediario y todas las malas noticias del día, que también es verdad. Porque escribir de lo que pasa aquí, de lo que vamos conociendo --y lo que queda por saber-- sería peor: lo de Koldo, lo de que solo un 27 por ciento de los españoles apoya la amnistía, pese a lo cual Sánchez la acelera para mantenerse en el poder o lo del candidato "moderado" del PNV en las elecciones vascas, socio imprescindible de Sánchez, que afirma sin rubor que se considera "sólo vasco" y "a favor de la independencia de Euskadi". La otra opción para el PSOE en Euskadi, no descartable, es EH Bildu... No son buenos tiempos para los que creen en una izquierda constitucionalista y demócrata.
Pero la culpa de todo lo que está pasando la tiene el dedo. La facilidad con que un dedo decide quién es asesor de un ministro o presidentes y consejeros en empresas públicas --y hay cientos-- sin capacidad demostrada, poco o nada que aportar y mucho que cobrar. El dedo que paga los servicios prestados y recoloca al frente de otra empresa pública a quien en la anterior ha sido un deficiente gestor del dinero público y ha provocado pérdidas de cientos de millones. Y no sólo públicas: en empresas como Indra, ya, o Telefónica, en breve. El dedo que decide poner a un fiscal general del Estado que paga la lealtad a su jefa, colocándola en cargos para los que no tiene los méritos imprescindibles. El dedo que coloca al frente del Consejo de Estado a una política de larga carrera pero que tampoco cumple el requisito "imprescindible" de ser una "jurista de reconocido prestigio", hasta el punto de que el Tribunal Supremo anula su nombramiento, y que reitera el error con otra política de larguísima carrera, pero lejos también de ser una jurista de prestigio reconocido. El dedo que coloca al frente de Ministerios --con dos años de sueldo cuando cesen-- a políticos de reconocido desprestigio y escasa capacidad. El dedo que sitúa en las instituciones económicas y en los organismos reguladores a personas de absoluta confianza de quien gobierna, sin ninguna condición de independientes, para asegurarse el control político de las mismas. El dedo que margina a altos funcionarios de carrera con un currículo notable para colocar en cargos técnicos, saltándose lo que dice la ley, a políticos sin conocimientos. El dedo que decide quien manda en el CIS, en el INE, en RTVE, en el CSIC y en otros organismos, en ocasiones sin bagaje ni formación, aunque de absoluta fidelidad, mientras que este mismo Gobierno regula que los funcionarios públicos perderán su puesto si no superan las pruebas de desempeño. O el dedo que pretende elegir a los jueces para garantizar su dependencia de los políticos, que ahí coinciden casi siempre derechas e izquierdas. El control partidista de lo público es una fábrica de Koldos.
Hay dos cosas que no deberían ser discutibles en una democracia: una, que los ciudadanos tienen derecho a una buena Administración pública al servicio del bien común y no de un partido; y dos, que la tentación de enriquecerse utilizando cargos públicos es, siempre, uno de los más despreciables comportamientos.
Luego está el otro uso del dedo, el que sirve para señalar a jueces, empresarios o periodistas. Y cuando ese señalamiento se hace desde el Gobierno, desde los partidos que forman parte del Gobierno o de los que lo sostienen a cambio de cesión tras cesión, lo que se pone en riesgo es la propia democracia.