Para Enrique Reche, el más atrayente y completo pintor joven hiperrealista que tiene España, al decir de Antonio López, esculpir y dibujar son una necesidad vital. Este vallisoletano universal, no entiende la vida sin la pintura y todo lo que conlleva. Reche es un descubridor de los elementos de la naturaleza, con los que consigue emocionarnos y abrir los ojos al disfrute de una insospechada plenitud. Sus texturas naturales, sus tonalidades infinitas, nos ofrecen un mundo de ternura y serenidad, desde el hallazgo de lo pequeño –y hasta de lo ínfimo– que forja la vida. Su exposición Árbol, que cierra sus puertas por estos días, en el Patio Herreriano, de Valladolid, ha sido uno de los mayores éxitos que han pasado por ese espacio de arte y cultura. Miles de visitantes han disfrutado con sus acuarelas, con sus óleos sobre papel y sobre lienzo. Al recorrer esta exposición, uno llega a preguntarse: ¿Tanta belleza será verdad? Inmediatamente surge la respuesta: tanta belleza, os lo aseguro, es verdad. Enrique, un ser entrañable, comenzó a pintar a los 15 años, más o menos; eran los años 80-81, nos recuerda María López y Daniela Meneses, quienes destacan la capacidad natural del artista para adueñarse de lo real. La suya, es una sensibilidad intuitiva, objetiva y respetuosa para trasladar, con enorme libertad, a la escultura, al lienzo o al papel, cualquier manifestación, la que sea. Tal vez por eso trabaja con tanto entusiasmo, al apoyarse en su entorno, para luego llevarlo, sobre la marcha, a su propio terreno, con un único objetivo: provocar disfrute, armonía y consciencia de lo que nos rodea. Los troncos secos de los árboles, las cortezas, la piel en la que crecen esas pequeñas marcas de color y destrucción, son las protagonistas de esta muestra de éxito, que nos permite un encuentro íntimo con las infinitas sorpresas que la naturaleza ofrece. Me gusta decir que, la pintura del Reche, además de muy sincera, es siempre nueva, porque el artista huye de su primera visión y retoma lo que ha dejado de lado, sin importarle lo complicadas que sean las formas a las que se enfrente. Cuando te acercas a sus imágenes, te das cuenta de lo mucho que Reche se regocija manejando las manos, el lápiz o el pincel, hasta habitar el vacío, con una creación poblada de una estética que roza lo ético; tal vez por eso es por lo que quisiéramos quedarnos allí, en silencio meditativo, gozando de la hermosura que se nos ofrece y de esa conmovedora ingenuidad. La de Enrique Reche es una obra mística, levantada con honestidad y abnegada sencillez, que provoca la más alegre inquietud, a partir de la grandeza de lo chiquito, de lo humanamente frágil. Son ya decenas y decenas de exposiciones y premios y, el artista, continúa –!y tanto!– sorprendiéndonos cada día, con su espontánea inteligencia e inagotable ingenio, como sucede con este Árbol, plantado a orillas del Pisuerga, que celebra con destreza la magia y la luz de un artista total.