Estamos viviendo estos días el dolor de dos pueblos africanos, Marruecos y Libia, cuyas descomunales tragedias dejan muchas más cosas que una larguísima estela de muerte y destrucción. Aparte de poner en evidencia las penosas condiciones de vida y la absoluta pobreza de muchas comunidades asoladas por la fuerza de la naturaleza, estas catástrofes sobrevenidas con apenas unos días de diferencia, visibilizan la fragilidad institucional y las carencias democráticas a las que se ven sometidos sus ciudadanos. La respuesta a la crisis de sus dirigentes ha sido deplorable.
La emergencia climática que altera los fenómenos meteorológicos, cada vez más extremos y frecuentes, ha tenido gran parte de la responsabilidad de las desgracias, pero sería muy superficial no darse cuenta de que, tanto en el caso del terremoto como en el de la tormenta, las condiciones de vida y el estado de las obras públicas (las dos represas que reventaron) también han contribuido y mucho a incrementar la tragedia de miles y miles de personas que se han quedado sin nada, a pesar de que ya tenían muy poco.
Más allá de este análisis que cualquier puede ver en las imágenes de la televisión y de hacer un llamamiento a la solidaridad con las personas que sufren, independientemente de la política y los dirigentes de ambas naciones, hay que pensar en las consecuencias que todo ello puede tener en un futuro cercano. Marruecos, Túnez, Libia y Turquía son los gendarme de la Unión Europea para frenar la inmigración irregular que llega al continente, principalmente a través de las fronteras de España, Italia y Grecia. Esta tragedia puede influir, seguramente, en un aumento de la presión migratoria desde los países del norte de África hacia la desarrollada Europa. Muchas personas lo han perdido todo y ni siquiera tienen manera de volver a comenzar en sus países, donde además han perdido a padres, hijos, maridos o mujeres.
La inestabilidad existente en Libia, un país partido tras el desalojo de Gadafi en 2011 y que aún cuenta con dos mandatarios que controlan sus territorios, y la ineptitud demostrada en Marruecos por el rey Mohamed VI, que apenas ha reaccionado aún tras el terremoto, solo agravan la situación de los ciudadanos de ambos países, casi abandonados a su suerte y sin esperanza de conseguir un desarrollo que permita mantener unas dignas condiciones de vida.
Indudablemente, la sociedad española no necesita impulso para mostrar su solidaridad y ya desde el primer día se está volcando en ayudar con medios materiales y recursos humanos en todo lo posible. Hay que seguir porque las necesidades no son flor de un día. Sin embargo, nuestros políticos y estrategas deben comenzar a pensar en soluciones para que todas esas personas afectadas tengan alguna alternativa a jugarse la vida en una patera para llegar a la rica Europa. Luego será tarde.