Por favor, de ninguna manera piense que este es un artículo edadista: quien suscribe tiene solo diez años menos que el mayor de los contendientes en el 'debate del año' de anoche, y, por supuesto, me revuelvo contra toda discriminación. Pero, desde luego, cuesta pensar que el destino del mundo vaya a estar en manos de un hombre de 81 años, a quien patentemente empieza a fallarle al menos la memoria, y otro de 78, que, además, es un delincuente ya ni siquiera presunto, además de un personaje a quien la democracia es algo cuyo concepto se le escapa. Y, por otro lado, el Cambio y los cambios que se están produciendo a velocidad sin precedentes en la Historia, en todos los ámbitos, es algo imposible de aprehender para dos hombres que acumulan ya muchos más recuerdos que proyectos de futuro, más allá de ocupar el principal despacho en la Casa Blanca.
Cuando escribo aún no he podido seguir –lo seguirá esta madrugada, hora mía—el debate entre Biden y Trump, pero sí he leído en una docena de periódicos influyentes de todo el mundo que es algo así como un acto de surrealismo político, en el que las expectativas se centran en ver quién mete más la pata: un circo. La pregunta es cómo la mayor potencia del mundo ha podido llegar a un estadio en el que un político sin duda decente, pero en franca decadencia física y mental, puede llegar a revalidar una presidencia tan ejecutiva como la norteamericana. O que la alternativa sea un personaje solo cuatro años más joven (78), que es un tipo capaz de patrocinar un intento de golpe de Estado para protestar contra unos resultados electorales que le fueron adversos. Eso, entre otras menudencias que le harán recorrer los tribunales durante años.
La respuesta más fácil a estas inquietudes: Estados Unidos va dejando de ser el guardián de las esencias de la Segunda Guerra Mundial y de la gestión de una larga posguerra que concluyó con la caída del muro de Berlín, cuando todo empezó a cambiar. La decrepitud de sus próximos gobernantes, sea uno o el otro, refleja a las claras la decadencia del país como potencia mundial; es una decadencia por desgaste y también de valores, porque cientos de millones de personas pueden apoyar a alguien tan inenarrable como Trump. O sea, una decadencia de ideas y de anhelos.
Quizá podríamos trasladarnos a este lado del Atlántico para comprobar que en uno de los dos países que han sido calificados como la locomotora de Europa, Francia, pueden triunfar este domingo ideas y valores por completo ajenos a las aspiraciones de los 'padres fundadores' de la actual Unión Europea, aquella Comunidad Europea del Carbón y del Acero de 1951. Si un país como el nuestro depende en su evolución social y económica, en un gran porcentaje, de lo que ocurra en los Estados Unidos, para qué comentar ya en lo que se refiere a Francia, el vecino del norte del que se dice que, cuando estornuda, a los del sur nos hace pillar una pulmonía.
No sé quién ganará el debate de esta madrugada –ya lo comentaremos--, ni si el Reagrupamiento Nacional acabará haciéndose a partir del domingo con la Asamblea francesa, ni , en otro orden de cosas, si la gobernación de los laboristas, muy probables ganadores el día 4 en Gran Bretaña, será más ordenada que la de los 'tories' herederos remotos de Boris Johnson. Solo digo que, con las alternativas que se barajan, perdemos todos. Y reitero que los habitantes del mundo mundial deberíamos poder tener derecho al voto en Estados Unidos. Solo que, esta vez, la mayor parte no sabríamos a quién votar. Tomo asiento y palomitas esta madrugada ante el televisor para comprobar, una vez más, que así de chungas están las cosas. Y nosotros aquí, pensando en Puigdemont, huésped, por cierto, de la República Francesa...