Siempre he pensado en la dificultad de aplicar la ciencia a los sentimientos. Por ello, desde que me imbuí en la teoría del inconsciente de Freud, y leí como un poseso sobre el psicoanálisis, llegué a cierta desafección hacia el hecho de catalogar la mente humana. Si además se hace afirmando que la inconsciencia es la premisa fundamental, y constituye el principal objeto de estudio, después de pensar mucho y de mirarme como si fuese una cobaya por dentro y por fuera me dije que no, que prefería aceptar que la inmensidad y unicidad de la mente humana siempre será una frontera insalvable para considerar que alguna vez se podrá conocer en su totalidad. No es posible. Y si no es posible conocer el todo siempre será imperfeto el conocimiento de sus partes.
En este juego entre inmensidad y pequeñez que es nuestra mente, como el propio universo (lo explica genial Voltaire en su cuento Micromegas) hay una señal segura de que somos seres enigmáticos. Está en esa dialéctica entre la realidad y la fantasía que nos fundamenta. Pues siendo infinita la fantasía se infiere que hay algo infinito dentro de nosotros, por ello de infinitas variables, y por tanto imposible de atrapar en su totalidad por la ciencia. No lo digo desde una perspectiva anticientífica, sino desde la enorme dificultad que existe en aplicar la ciencia a algo que tiene incontables premisas. Aun siendo importante, el inconsciente no lo es todo.
Como ser humano prefiero el enigma. Cuanto más se conoce más se sabe cuánto se desconoce. Lo decía Sócrates, que después de mucho pensar había llegado a la conclusión de que «solo sé que no sé nada». Además, como soy seguidor del trascendentalismo, sobre todo el de Emerson, y bebí en la raíz de a quien descubrí por Borges, Swedenborg, pienso que la mejor manera de conocerme está en la naturaleza, el universo, impregnada por el principio divino, tan enigmático como somos nosotros. Y de ese enigma emerge otro que un verso de Bécquer y un libro de Cernuda hizo estallar: ¿dónde habita el olvido?
No puedo aceptar la muerte del amor, porque razonar desde la perspectiva de que el amor es la causa primera (ya sé que habrá contradicciones teológicas y filosóficas, pero no hablo de certezas sino de percepciones espirituales) nos lleva a la conclusión de que lo amado tampoco morirá. Podrá haber algún olvido momentáneo, pero en esa que Cervantes llama la Región del Olvido habita esa luz de nuestra conciencia que guarda todo lo que amamos y el tiempo va oscureciendo.
Perdonen esta reflexión, pero es que a veces el discurso político cansa tanto que a uno le apetece escribir sobre lo importante, intentando que la mente emerja y vibre en su cotidiano letargo.