A la par que el mundo tiembla y aguanta la respiración -porque poco más puede y le dejan hacer- ante la escalada bélica en Oriente Próximo también vuelve a constatar la perenne inoperancia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Mientras el ejército israelí replica en Líbano la mortífera estrategia emprendida desde hace un año en Gaza y obliga a huir a miles de familias en medio de una ofensiva contra Hezbolá que ha provocado en pocos días ya casi 500 muertos, en Nueva York vuelven a mirar hacia otro lado. Allí están reunidos esta semana más de 130 líderes mundiales profiriendo vacuas condenas y llamadas a la cautela, pero atados de pies y manos como cada vez que una resolución es vetada si nombra a Israel. Poco parece importar que atronen los tambores de una guerra a gran escala en toda la comarca, ni que una invasión terrestre en Líbano amenace con excusar a Irán para desenmascarar su ira a Israel. Y menos en vísperas de las reñidas elecciones en EEUU, principal socio de Benjamin Netanyahu, y donde nadie sabe a ciencia cierta cómo influiría un conflicto de esas características entre el electorado.
En los doce meses transcurridos desde que se convocó por última vez la Asamblea General de la ONU, las guerras que dominan la agenda internacional (Ucrania, Gaza y Sudán, principalmente) no han hecho más que empeorar. La frustración por la lentitud de los esfuerzos para poner fin a esos conflictos aumenta cuanto más se pisotea la diplomacia. Naciones Unidas fue concebida tras la II Guerra Mundial esencialmente para prevenir futuros conflictos y es innegable que ha fracasado enfrentando el desafío de mantener la paz y la seguridad global. A pesar de sus logros en diversas áreas, como la salud, la educación, la promoción de los derechos humanos o su destacado papel en la logística de ayuda humanitaria, la estructura y el funcionamiento de la organización han quedado obsoletos. Los conflictos armados se han vuelto más frecuentes y complejos, lo que requiere respuestas más ágiles y coherentes. Es un deber moral de la ONU proteger a víctimas civiles inocentes, ya residan en Tel Aviv, en la Franja de Gaza o en Beirut. Pero para que la organización cumpla con su misión de promover la paz y la justicia, es fundamental que evolucione y que adapte su estructura a las realidades del siglo XXI.
Los desafíos de un mundo cada vez más globalizado y complejo avanzan más rápido que su capacidad para afrontarlos. La composición del Consejo de Seguridad, donde cinco países detentan poder de veto, no refleja la realidad geopolítica actual, donde naciones emergentes tienen un papel crucial en la economía y la diplomacia mundial. Una reforma del Consejo de Seguridad es imprescindible para acabar con la parálisis. La propia organización lo sabe y reconoce. No es una opción, es una necesidad imperiosa. O reforma o ruptura. El futuro de la diplomacia multilateral depende de ello.