Son cuatrocientas páginas y están ya en manos de la nueva Comisión Europea. El Informe elaborado por Mario Draghi, economista y uno de los pocos políticos respetados por casi todos y con amplia experiencia -ha sido presidente del Gobierno italiano, del Banco Central Europeo, director del Fondo Monetario Internacional, vicepresidente de Goldman Sachs, gobernador del Banco de Italia y se le atribuye haber salvado al euro en la crisis de la deuda en 2012- afirma que está en juego el futuro de Europa, su economía, su industria y su modelo de vida.
Que, si no hacemos nada de forma rápida, tendremos que renunciar a nuestro estado del bienestar, desatender nuestro medio ambiente o, lo que aún es más grave, veremos amenazada nuestra libertad. Europa necesita una reforma política y económica urgente. Hay datos que hablan por sí solos: el ingreso real disponible de los hogares desde el año 2000 ha crecido el doble en Estados Unidos que en la Unión Europea; solo 4 de las 50 mayores empresas tecnológicas son europeas; el 30 por ciento de las nuevas empresas tecnológicas relevantes acaban también en Estados Unidos; crece la brecha de innovación con Estados Unidos y China; la situación en Ucrania y en Estados Unidos, sobre todo si hay una victoria de Trump, nos va a obligar a aumentar fuertemente el gasto en defensa y redes energéticas; y, por si esto es poco, la bajísima natalidad europea anuncia un invierno demográfico preocupante.
Donde pone Europa, pongan España y multipliquen el problema. Draghi señala, entre otras cosas, que gran parte de esa grieta no se debe a la falta de competitividad de las empresas europeas sino a la grave pérdida de productividad frente a sus rivales. Y propone algunas cosas que también nosotros, a escala mucho más pequeña, tendríamos que plantearnos, aunque parece que vamos por camino muy diferentes: cambios profundos en los modelos económicos y de financiación; fuertes inversiones en innovación; reformar las reglas de competencia; compatibilizar descarbonización con crecimiento; suavizar las férreas regulaciones europeas -algunas simplemente estúpidas, que lastran y burocratizan muchos sectores como la agricultura-; frenar con incentivos reales la fuga de talentos; y una armonización fiscal y tributaria con grandes dosis de rigor en el gasto y en la deuda.
España es el quinto país de la Unión Europea con más caída de la productividad por ocupado entre 2018 y 2023. Que esta caída se justifique por el descenso de la jornada laboral -el 3,8 por ciento frente al 1,5 de la UE- y el aumento de los salarios, cuando, además, se pretende obligar a las empresas a ir a la semana laboral de cuatro días, puede ser una razón, pero no suficiente. La falta de inversión en I+D+i, el desaprovechamiento de los Fondos Europeos y su opaca gestión, los pobres resultados educativos (en descenso desde hace años a pesar de bajar reiteradamente los niveles de exigencia, o quizás por eso), el absentismo laboral creciente, una gestión empresarial poco profesionalizada, los costes laborales no salariales y la temporalidad de los contratos son algunos de los factores que limitan el potencial productivo español.
Pero hay mucho más: la falta de un modelo industrial, los ataques a los empresarios que invierten y a industrias básicas como el turismo o la agricultura, el crecimiento del gasto y el empleo público en lugar de incentivar la inversión privada, los privilegios otorgados a determinadas comunidades autónomas ricas frente a las más pobres, los intentos de caminar hacia una fiscalidad de distinta velocidad, la falta de control de las inversiones públicas, el abuso de la regulación y sus diferencias según la comunidad autónoma de la que hablemos... Hay mucho por hacer en España y en Europa. Pero sólo se puede avanzar con acuerdos, con pactos, con renuncias. Allí y aquí.