¿Cuánta verdad o trapacería hay en nuestras vidas? he aquí una pregunta cuya respuesta arrojaría luz a bastantes de los males que nos aquejan. Que la verdad está siendo atacada en innumerables frentes, no es ninguna novedad. Como tampoco lo es que, este embite, está anestesiando las conciencias y creando sociedades enfermas, jaleadas por quienes nos quieren desvalidos; es decir, por quienes necesitan que seamos consumidores compulsivos y súbditos agradecidos. En definitiva, por todos aquellos que necesitan embaucarnos con sus camelancias y mamandurrias para mantenerse subidos al potro de los privilegios y el dolce far niente. Pero no lo vemos, o no queremos verlo, mientras nos engañamos unos a otros. David Cerdá, filósofo y estudioso del comportamiento humano, ha pasado años buscando una respuesta que, al fin, se atreve a compartir ante esta pandemia relativista. Agavilladas en uno de esos libros estupendos que publica últimamente la editorial Rialp, Cerdá dedica sus reflexiones a su madre, Rosa, «que me ha enseñado lo esencial: a pensar, luchar y amar». Estoy por decir que es lo que más me gusta de estas páginas: la dedicatoria a esa madre que, como tantas otras, son las responsables de que sus hijos anden en la vida por el camino de la lucidez, la aceptación y la gratitud. Especialmente interesante me resulta su análisis, del ámbito político: «es difícil saber si antes se mentía menos o más, pero es muy probable que nunca se haya mentido con tanta imaginación y tanta desvergüenza», asegura Cerdá. La verdad es que embusteros los hubo siempre; lo que sucede, tal vez, es que nunca como ahora se había convencido a más personas de que las cosas no son lo que son, sino lo que interesa que sean, por un poder levantado -en casi todo el mundo- sobre la codicia y la mediocridad. Escoger la verdad, frente a la superficialidad y la ligereza rampantes se ha convertido en una cuestión de alto riesgo. Te va la vida en ello. De ahí la importancia de los sistemas educativos. Una instrucción que se mueve en el derecho natural, frente al relativismo nihilista, propicia ciudadanos libres; de la misma manera que, los hogares sin ninguna necesidad de saberes «dan seres carenciales, peligrosos para sí mismos y para todos». El vayven de cifras, de opiniones y bustos parlantes -camuflados de tertulianos-, resulta tan abrumador que no es extraño que lo fundamental se nos escape. A estas alturas del paseo, hemos rebasado el límite en lo que a capacidad de asimilar información se refiere. Algo que sucede por primera vez en la historia de nuestra especie. Pero lo peor no es esto. Lo verdaderamente dañino es que el picoteo, aquí y allá, no ayuda al discernimiento. Y así sucede que, mientras lo anecdótico cobra relevancia, lo importante se difumina ante el relato y el entretenimiento banales. Llegados a este punto, la pregunta sería: ¿Es posible aún la rebeldía de quienes aspiran a estar al mando de sus propias vidas? Tú qué piensas, amable lector.