Era un 12 de marzo de 1997 y Milinko Pantic, aquel fino serbio de diestra fina como el cristal de Murano, realizó en el Camp Nou una de las mayores exhibiciones individuales de nuestro fútbol moderno. Metió cuatro goles y adquirió un lugar de privilegio en los libros de historia del Atlético. Eran los cuartos de final de la Copa del Rey, el resultado de la ida había sido de 2-2… y el de la vuelta, 5-4 para el Barça. O sea, Pantic eliminado.
El pasado miércoles, el Girona ganó 4-3 a los colchoneros. Es una mera casualidad que esté de nuevo involucrado el club rojiblanco, pero resulta que le dieron el MVP del partido a Álvaro Morata, que marcó tres goles en Montilivi. Realmente fueron cuatro, pero le anularon uno. No vi su cara recogiendo el trofeo, pero sería aún peor que la que pone el que recoge un premio de consolación en una rifa de barrio porque ha quedado el último en una porra. Darle el premio al jugador del partido a alguien que ha perdido es una aberración, y es entonces cuando aficionados y deportistas entienden el verdadero significado de los premios individuales en un deporte colectivo: la nada, pura basura, humo, un mojón, una boñiga pinchada en un palo, cero. Ése es el valor real de un Laureus, un Balón de Oro, un The Best o 'Futbolista del Año para Carnicerías Julián' si detrás del trofeo no hay antes un marcador a favor.
Salvo en casos de egocentrismo enfermizo, que los hay y los conocemos, los reconocimientos personales en el mundo del fútbol no hacen puñetera gracia a sus protagonistas si no son consecuencia directa de los triunfos de un equipo. Conviene recordarlo ahora, nada más empezar el año de Eurocopa, Copa Asia, Copa América, Copa África… y poblemos el mundo de campeones de verdad, no de los de figurantes con medallas de chocolate.