Acompañado entonces de su amante de ocasión, la tal Corina, inventora de un Principado falaz, nuestro Rey todavía, Juan Carlos de Borbón, se calzó el rifle de los grandes safaris e, invitado por pelotas de cabecera o colegas de negocios inconfesables, se subió a un avión privado para llegar hasta Botsuana y cazar elefantes y los bichos que se pusieran realmente a tiro. Era aún abril el día en que regresó del país africano, y lo hizo hecho una ruina, con una rotura de cadera que, de nuevo y por enésima vez, le llevó al quirófano. El Monarca, en una pirueta extraña no se sabe por quién aconsejada, pidió perdón con gesto compungido, y casi como un niño pillado en una travesura, confesó: «No pasará nunca más». Pero el mal era ya irreductible y, en aquel ataque de sinceridad, uno de los mejores reyes de nuestra historia terminó probablemente con su trayecto en la efectiva Corona. A Mariano Rajoy, presidente del Gobierno recién llegado, le preguntamos un grupito de periodistas. «Y, ¿ahora qué, presidente?» La contestación, terminante y evasiva, fue literalmente esta: «Bastante tengo yo como para ocuparme de fracturas reales de fémur». Al más puro estilo de pontevedrés impecable.
Pero es cierto que a Rajoy se le acumulaba la vida por todas partes. Llegó al Gobierno y se encontró el primer día de su gobernación con un brutal déficit, el nueve por ciento, que superaba con creces el previsto del seis. Así que, fuera por esto o porque él nunca ha sido un valiente gudari dispuesto a meterse en líos, el presidente arrumbó prácticamente sus promesas de regeneración para ocuparse, casi en exclusiva, de remontar la crisis económica heredada. Y es que, aparte del déficit que los españoles entendíamos perfectamente por qué lo pagábamos, empezamos a manejar como expertos un término casi familiar, familiar de los malos: la prima de riesgo, los malditos puntos que nos alejaban del motor europeo: Alemania. Llegamos hasta los 600 escandalosos puntos y Rajoy no tuvo otro remedio que viajar a Berlín para tranquilizar a la canciller Merkel, que nos quería mandar la banda de los hombres de negro a intervenirnos como lo había hecho con Portugal, Grecia e Irlanda. El término se borró del mapa, pero no los efectos, porque el ministro de Economía, Luis de Guindos, tuvo que llamar a Bruselas, a la Unión Europea, y sollozar, azorado, que nos mandara nada menos que 100.000 millones de euros, cosa que los tecnócratas de la Unión se apresuraron a conceder con unos intereses que bordeaban casi la usura. Aquí las cifras no nos daban respiro. Por ejemplo, los datos de la EPA, la Encuesta de Población Activa, que ya en abril reflejaban este despavorido número de desempleados: nada menos que 5.639.500 españoles sin posibilidad alguna de trabajar. Rajoy se empleó a fondo y, con la ayuda en la ocasión de los nacionalistas de Convergencia y Unión, emprendió un recorte imponente del gasto público, impuso el 10 por ciento de copago farmaceútico, eliminó subvenciones por doquier (entre ellas el absurdo cheque-bebé de Zapatero) y como medida más contestada subió el IVA hasta el 21 por ciento.
Y la izquierda naturalmente se echó a la calle: primero fueron los estudiantes que, según su denuncia, se habían quedado sin becas, después los mineros y, a continuación, todo el público en general llamado a la huelga por los sindicatos de clase Comisiones Obreras y UGT. El caso no se quedó en un mera protesta generalizada social, sino que rápidamente se tiñó de política y comenzó a nacer un movimiento callejero que acampó tranquilamente en las calles, sobre todo en las adyacentes al Parlamento, con un eslogan que predicaba peores acontecimientos posteriores. «¡Rodea el Congreso!» vociferaba entonces el incipiente activista Pablo Iglesias Turrión. Y a ese grito respondieron con un entusiasmo tal que, por ejemplo, en Andalucía, los fans de un estalinista enrabietado de apellido Gordillo, se dedicaron a asaltar supermercados con la disculpa -falsa en ellos- de que «no podemos comer». Madrid se convirtió en el epicentro de la indignación popular y el Gobierno de Rajoy, sorprendido por la magnitud del clamor, solo supo responder de esta guisa: «¿Qué hemos hecho nosotros para merecer esto?».
La cosa se revolucionó más aún cuando el populacho (denominación que utilizaban para sí mismos los rebeldes) se enteró de que el Gobierno de la Nación se aprestaba a conceder a los bancos en general una propina de 50.000 millones de euros para sacarles de puchas. Encima, explotó el escándalo Bankia, un conglomerado de cajas regionales que reconoció unas pérdidas descomunales de 3.318 millones de euros. Su presidente, Rodrigo Rato, el celebrado ministro-milagro de Aznar, tuvo que dimitir y, desde entonces, no ha levantado cabeza el hombre. Y si la situación económica era un desastre, ¿qué decir de la política? El 11 de septiembre, en la clásica y tópica Diada de Cataluña, se juntaron un millón de independentistas ahitos de separatismo feroz, para proclamar que eran «un Estado de la Unión Europea». Había ganado las elecciones, mal que bien, un político particularmente estulto, Artur Mas, que se puso en cabeza de las concentraciones y prometió a toda prisa una consulta de secesión que en Madrid el Gobierno no terminó de evaluar con todo su peligro. El desafío venía del antiguo Principado, en la certeza de que un Estado debilitado como el español podía ser doblado sin mucha resistencia.
Para mayor inri, estalló en el país otra polémica de índole, digamos, moral: la reforma de la Ley del Aborto, que Rajoy encargó a su ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, que, para estupefacción de muchos dado su pedrigrí progre, intentó rebajar la amplitud del texto aprobado por Zapatero. Fracasó Gallardón en su intento de, textualmente, «aumentar el derecho por excelencia de la mujer, la maternidad». La siniestra se le echó encima y Rajoy, que no era -repetimos- un gladiador dispuesto a dejarse pelos en la gatera, le enseñó la puerta de salida porque, en opinión del presidente: «Me ha metido en un buen lío». El país iba de sofoco en sofoco, que aumentaron cuando comenzaron a conocerse las fechorías de 50 cargos de la Junta de Andalucía, que se habían despachado casi 1.000 millones de euros en francachelas y dispendios varios. El primero en confesar fue un antiguo director general de Empleo, de apellido Guerrero, cuyo chófer reveló que, con su patrón, se habían gastado miles y miles de euros en cocaína y colipoterras. José Antonio Griñán, presidente de la región, recién renombrado porque Javier Arenas había ganado las elecciones pero no pudo gobernar, se llamó andanas, y tildó aquellos episodios de «intrascendentes» en la administración de los ERES. Ya se sabe ahora dónde está José Antonio Griñán.
En el País Vasco, Urkullu había expulsado de Ajuria Enea al infortunado Patxi López, y en Galicia, el mismo día, 21 septiembre, Alberto Núñez Feijóo había vuelto a ganar las elecciones regionales por segunda vez consecutiva. Aquel año, de las pocas noticias notables que recordaban grandes tiempos pasados, fue la celebración de los dos centenarios de la Constitución de 1812, La Pepa, que todos celebramos con ardor júnior. En Castilla-La Mancha, la presidenta Cospedal quiso aligerar la burocracia parlamentaria, la emprendió con la reducción del número de diputados de 49 a 25, pero los perjudicados llevaron la iniciativa a la ruina. Dejaron claro que ellos no estaban dispuestos a apretarse el cinturón. Otros ya no se lo apretaron nunca más, como Manuel Fraga, que murió apenas estrenado el año con su angostura económica de siempre. Falleció casi al tiempo el genio de las viñetas, Antonio Mingote. Se fueron Gregorio Peces Barba, erasmista confeso, el bandido espléndido de la televisión, Sancho Gracia, y el gran Tony Leblanc, que pudo situar en su epitafio una frase de su película más famosa, Los Tramposos: «Ahí os quedáis todos». Pues sí, aquí nos quedamos todos. Por ahora.