Tengo un sentimiento contradictorio con la Navidad. Y según los años me van haciendo heridas, como a los árboles, la penumbra y el gozo de la memoria se hacen conmigo. Me rodean las luces y unos villancicos, cada vez más ausentes, me abren el pecho y se alojan en el olvido. Como a Proust el sabor de la magdalena le llevaba a la infancia, a mí esos soniquetes interminables me llevan a lejanos días de risas y luces, abrazos y bienvenidas, de pícaras noches oliendo a anís prohibido pidiendo el aguinaldo. Ahora, mientras escribo, la niebla de diciembre, presagiando en mi caso el aroma de la laguna Estigia, está sobre la ciudad y vuelve enigmático ese paisaje de tejados, chimeneas y antenas que veo desde mi buhardilla. Esa niebla nace también de las calles de mi pueblo. Está dibujada para siempre en los muros de piedra de la iglesia.
Para mí, la Navidad es luz y vida. Más allá de los territorios de la fe, en esta pequeña metafísica cotidiana en la que lavo mis incertidumbres la Navidad me vuelve blando, y creo más en Dios y en lo humano. Como en el poema de Fray Luis de León «el aire (...) se viste de hermosura y luz no usada», y las esquinas hablan de paz y amor. Y aunque estén llenas de artificio consumista que esconde lo espiritual (en los 80 nace Christmas Creep, con el objetivo de alargar al máximo el consumo), el recuerdo de las viejas navidades familiares, cuando llegaba mi tía y su familia de Alemania, y nos juntábamos todos disfrutando una felicidad especial, me invade hasta el punto de que desde el dolor de la ausencia (todos, menos mi hermano, murieron) siento una felicidad extraña en la que el recuerdo da vida a la muerte.
Ahora, el 25 de diciembre hay más sillas vacías que llenas, y por más que lo intento no consigo preparar la bandeja de dulces igual que mi madre. Sobre ello escribí un poema en El sueño de la vida (1). También el fin de año el ansia común de felicidad en mí se convierte en pesadumbre. Me acuesto pronto, porque recuerdo a mi padre y a mi tío discutiendo sobre cantaores flamencos, y ahora ya nadie discute sobre eso. El olor a anís muere en la alacena, pero la memoria templa en el viento de la casa un sentimiento de dolor y gozo que no es posible explicar.
Aristóteles escribió que la felicidad está en la actividad del alma, y Groucho Marx que se sustenta en pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna, con un cinismo marxiano que nunca nos molesta. Para mí, además de lo que dicen Groucho y Aristóteles, está en sentir cerca a mis ausencias, en darles vida en mí, a mi manera, con mi ficción y mi sentimiento. Y a eso me ayuda la Navidad.