Desde los orígenes de la novela picaresca en España, en el siglo XVI, ninguno de los escándalos financieros de la historia reciente (Rumasa, Banca Catalana, Ibercorp, Gescartera o Martinsa) tuvo un impacto comparable en la opinión pública a las tarjetas black de Caja Madrid, de cuyo inicio se cumple ahora una década.
El caso reforzó en el imaginario colectivo la idea de que España es un país de pícaros, como el don Pablos del Buscón de Quevedo, que ya en el XVII afirmaba que «quien no hurta en el mundo, no vive».
A raíz de una denuncia de UPyD, en 2014 el juez de la Audiencia Nacional, Fernando Andreu, decidió imputar a la antigua cúpula de Caja Madrid, entidad entonces ya integrada en Bankia, por el uso irregular de las tarjetas de empresa.
Aunque inicialmente eran 86 los directivos imputados, al final se sentaron en el banquillo 65, entre ellos los expresidentes de la entidad Miguel Blesa y Rodrigo Rato. Tras cuatro meses -120 horas y 26 sesiones- de juicio, el 23 de febrero de 2017 la Audiencia Nacional les condenó a todos ellos a penas de cárcel por administración desleal.
Blesa -que se suicidó en julio de 2017- y Rato se llevaron las penas más altas, de seis y cuatro años y medio de prisión, respectivamente, aunque la humillación de ver aireados los gastos efectuados con las visas salpicó a todos por igual.
Billetes de metro, canciones de iTunes, safaris, estancias en los más selectos hoteles del mundo, piezas de arte sacro, lencería, muebles de Ikea, almuerzos y cenas en restaurantes con estrellas Michelín, miles de cargos efectuados con las tarjetas fueron desmenuzados por la prensa durante el proceso.
«Haz como vieres», decía el Buscón don Pablos, y así ocurrió en Caja Madrid, donde todos los que se sentaron en el banquillo -todos menos uno- afirmaron que el uso indiscriminado de las tarjetas para gastos personales era lo normal.
Sólo el que fuera consejero delegado de Bankia, Francisco Verdú, entendió que aquello no era lo normal y no hizo uso de la misma.
En total, los acusados gastaron más de 12 millones de euros, de los cuales 9,3 millones corresponden a la etapa de Miguel Blesa al frente de la entidad, entre 1996 y 2010, y 2,6 millones cuando el presidente era Rodrigo Rato.
Durante el juicio, los usuarios de las tarjetas opacas compartieron sede judicial en el polígono industrial de San Fernando de Henares (Madrid) con la trama de corrupción conocida como caso Gürtel.
Banqueros y sindicalistas
Los acusados se negaron a reconocer como propios los apuntes de los cargos facilitados por Bankia, y emplearon infructuosamente todos los argumentos posibles para intentar demostrar que el saldo de las visas era un complemento a sus remuneraciones, razón por la cual extrajeron miles de euros en los cajeros.
Todos trataron de restar legitimidad a los apuntes de la hoja de excel con las cantidades desembolsadas, que desvelaron gastos insólitos, como los 0,99 euros atribuidos a Pablo Abejas, expresidente de la Comisión de Control de la caja. «No puede ser sino un silbato», aseguró en la Sala.
El saldo de las tarjetas sirvió incluso para financiar la lucha obrera, ya que el sindicalista de UGT y exmiembro de la Comisión de Control de Caja Madrid Rafael Eduardo Torres -que gastó alrededor de 88.000 euros- reconoció que la usó para gastos relacionados con su cargo, como la impresión de circulares.
Blesa gastó algo más de 436.000 euros, cuatro veces más que lo desembolsado por Rato, aunque el más espléndido fue el exdirector general de Auditoría en Caja Madrid y Bankia Ildefonso Sánchez Barcoj, que dispuso de más de 575.000 euros.
Los excel desvelaron la posible existencia de un acuerdo entre el expresidente de Marsans Gerardo Díaz Ferrán -que gastó más de 45.000 euros en restaurantes del grupo Cantoblanco-, y el expresidente de la patronal madrileña y propietario de los locales Arturo Fernández, que destinó los 31.000 de su tarjeta a su propio negocio.
Finalmente, el juez consideró que los 12,5 millones de los que dispusieron los consejeros y directivos de Caja Madrid y Bankia fueron una práctica que dilapidaba el patrimonio gestionado, y no retribuciones, como defendieron los acusados.