En la pasada Eurocopa, el 'planeta-fútbol' descubrió a Diogo Costa en una tanda de penaltis. El guardameta portugués se plantó sobre la línea ante los lanzadores de Eslovenia (octavos de final) y nadie pudo marcarle: 3-0, tres paradas del portero del Oporto. Esa noche, un psicólogo describía más o menos científicamente lo que sucede en la cabeza del «segundo lanzador» después que el primero haya fallado. Decía que las posibilidades de error aumentaban exponencialmente, pues la responsabilidad va pesando. Si un meta detiene un lanzamiento, decía, la portería es más pequeña al penalti siguiente.
Gazzaniga (Girona) paró tres penaltis el pasado domingo. O el Athletic los falló. O ambas cosas al mismo tiempo, pero si tenemos que ponerle porcentajes de responsabilidad, es 'algo más' de lo segundo: Berenguer se confió en el primero y lanzó tan flojo que el arquero argentino lo repelió a dos manos; Iñaki Williams ejecutó el suyo con muy poquita fuerza y confianza… y cuando se ordenó la repetición, fue Ander Herrera quien agarró el balón y repitió lo de Iñaki. Como si no viesen portería: casi 18 metros cuadrados donde alojar la pelota (7,32 metros de anchura y 2,44 de altura) para acabar tirándola rasa y al centro.
Un estudio estadístico señalaba que los cancerberos detienen ahora más penas máximas, paradójicamente, desde que no les permiten 'salir a achicar', o sea, desde que deben tener al menos un pie sobre la línea. Han trabajado (la preparación en términos físicos o de reflejos ha mejorado mucho). Aguantan más al lanzador. Son más explosivos. Si a todo eso le añades las toneladas de presión sobre un jugador después de dos fallos previos, de repente, el portero, el eterno fusilado ante el paredón en un penalti, aparece casi como el verdugo.