Hay buenos y malos gobernantes. Lo extraño es que, frecuentemente, el ciudadano piensa que el parámetro para distinguir el grano de la paja es la coincidencia con su propia opinión. Curioso el votante que insulta a los candidatos por ser populistas, cuando en el fondo le irrita que no hagan lo que uno espera. Resaltar a los líderes brillantes es difícil porque requiere perspectiva temporal.
Los malos políticos se pueden dividir en dos grupos: los inmediatamente inútiles y los peligrosamente dañinos; estos segundos pueden estar en ambas clasificaciones, pero si se da, demuestra un sistema político disfuncional o un instinto político superlativo. En el primer grupo destacan David Cameron, George Bush junior, Joe Biden, Donald Trump y Emmanuel Macron; en el segundo colectivo, está Angela Merkel, Barack Obama, Donald Trump y Emmanuel Macron. Como habrá comprobado el lector, he excluido a dictadores internacionales y a políticos patrios, lo cual no significa que no hayan demostrado unas aptitudes para estar en ambas clasificaciones; no hemos sido tan afortunados.
En general, al inútil se le detecta con rapidez, porque hace o dice cosas cuyo error de juicio se comprueba con rapidez. Basta con pensar en el Brexit, la segunda guerra de Irak, la ejecución de la retirada de Afganistán, el incidente del Capitolio, el desprecio a cualquier socio leal y la afirmación sobre la muerte cerebral de la OTAN.
Los gobernantes dañinos son más hábiles en su tiempo. Poseen un mayor olfato político o consiguen apoyos que en otros contextos no habrían alcanzado y las encuestas son su hoja de ruta. No estaríamos viviendo una operación especial en el continente europeo, si los 16 años que Angela Merkel estuvo en el poder hubiesen servido para prevenir dicho riesgo. Estados Unidos no estaría fracturado ni Trump habría llegado al poder si Barack se hubiese centrado en unir a la nación en vez de impulsar una agenda radical. Si Emmanuel Macron hubiese dejado la política, en Francia seguiría habiendo partidos tradicionales (un auténtico pirómano). El daño de Donald Trump no se puede cuantificar porque se sigue produciendo.
El poder no es un fin en sí mismo. El imperio de la ley es necesario, pero en una sociedad sana, la ley se cumple voluntariamente sin que el miedo a la sanción sea el motor. El respeto a la dignidad humana es el eje de una sociedad libre, justa y democrática. Los sentimientos nos nublan la vista.