Ahora que la comisaría ya no presta servicio en la Calle Nicolás Rabal, me entra la melancolía. Desde que tengo uso de razón, la comisaría ha estado en el mismo lugar. En ese edificio me hice mi DNI por primera vez, con catorce años. Cuando nos hacíamos el carnet de identidad, nos sentíamos mayores. Era como si entraras a la comisaría siendo una niña y salieras, con el dedo índice manchado de tinta, convertida en una adulta. En esa misma comisaría, muchos años después, también hice los DNI de mis hijos a edad mucho más temprana que la mía. En el caso de ellos, no esperamos a la pubertad, sino que lo solicitamos coincidiendo con algún viaje al extranjero, «por si acaso». En la comisaría de Nicolás Rabal obtuve también mi pasaporte para realizar mi primer gran viaje cuando los destinos largos aún no se habían normalizado con los vuelos low cost. Aquella libretilla repleta de páginas por llenar era el reflejo de la propia vida, aún por darle forma.
El traslado de la comisaría es un ejemplo más de que la ciudad en la que crecí va cambiando y evolucionando adaptándose a las nuevas necesidades y los nuevos tiempos. Me brota la nostalgia, esa nostalgia del cualquier tiempo pasado fue mejor. Es la añoranza de lo vivido y de un tiempo que ya no volverá, porque los espacios ya no son los mismos y porque algunas personas que los ocuparon, tampoco están.
Ya no están las Garrapinchas. Bajábamos los domingos por la tarde y algún sábado. Estaban en la actual Plaza de las Mujeres, siempre con sus labios pintados de rojo. Allí comprábamos las pipas, los chicles de Cheiw de cinco pesetas el paquete. Vendían, con total normalidad, cigarrillos sueltos, rubios y mentolados, tuvieras la edad que tuvieras. Ya no están Ramón Fuentes ni su hermana, Josefa, vendiendo helados en los carritos de la puerta de la Dehesa y de la Plaza de las Mujeres. Ni tampoco su máquina de las castañas en los soportales del Collao. Hace tiempo que no está la Bollera, aunque su hijo Félix siga con el negocio en la Calle Real. Nos quedábamos hipnotizados viendo dar vueltas al escaparate giratorio con sus caballitos blancos, los chinos y los milhojas.
Cerró el Eufrasio, que decía que tenía clientas que venían de Madrid a comprarle botones. Lo mismo ocurrió con la tienda de Roberto y la de sus hermanas, mercerías de las de antes llenas de encajes, de medias, calcetines, pañuelos, lencería, agujas, guantes, hombreras. Tampoco sigue abierta la droguería Moderna. La planta de arriba tenía una juguetería donde uno de mis tíos nos llevaba cuando era nuestro cumpleaños y nos dejaba elegir el regalo que quisiéramos. Tampoco está ya la 'Gorda'. En ese bar, en mi adolescencia, quedábamos los viernes por la tarde y nos tomábamos un corto que nos duraba un tiempo largo. Qué lejos queda aquella Soria que nos ha traído hasta la actual para seguir disfrutando igual que entonces.