Aunque han pasado ya unos días, no se me va de la cabeza, cuesta recobrarse para volver a los vanos quehaceres como si nada, para recuperarse del golpe, per se, pero además por inesperado e impensable. Inesperado para mí puesto que, en virtud de su proverbial falta de egotismo, como consecuencia del darse de continuo al prójimo por atender sus cuitas y demandas, ignoraba totalmente sus problemas de salud, ni él ni nadie me los había comentado. Impensable de manera irracional, parecía que los años no pasaban por él, que su energía infatigable, su laboriosidad a destajo, eran parte de un pacto con el diablo y que en modo alguno la muerte iba a pillarlo descuidado. Pero sí, ni siquiera él ha podido escapar a su zarpa.
No recuerdo con exactitud el curso del BUP en el que tuve noticia de Jesús Bárez. De lo que estoy seguro es de que fue dando vueltas al claustro –vulgo, tontódromo–del instituto Antonio Machado, cuando alguien comentó maravillas de un joven profesor de Filosofía. Dicho sea de paso, en lo que a mí respecta, siempre he conservado, conservaré mientras viva, por encima de todo, su imagen como filósofo de excepción, capaz de alentar y espolear el pensamiento activo. Después, a la altura del COU, calculo, si bien todos estos recuerdos, 'in illo tempore', son muy borrosos, me entusiasmó su implicación incondicional en la puesta en escena de obras teatrales grecolatinas con alumnos.
Y unos años más tarde, me embarqué, con el malogrado Manolo Ceña, el primer muerto de mi generación, y Eva González, tan preclara como audaz, como guías, en las acciones y proyectos, fabulosos por ser un intento de revitalizar la civilización rural a la desesperada, de Culturalcampo, ambicioso plan, promovido por nuestro paisano Avelino Hernández desde la Consejería de Cultura de la Junta de Castilla y León, que Jesús dirigía en Soria, muchos años antes de que la España vacía se pusiese de moda. Tan alucinantes como insensatas, algunas propuestas son imposibles de olvidar. Qué impresión cuando llegábamos, por caso, a algún pueblo medio deshabitado con el autobús y bajábamos revueltos, y algo dopados para pasar el trago, dulzaineros, actores, titiriteros, tal era mi apurado cometido, y faranduleros de toda laya y pelaje; cómo nos recibían, como un verdadero acontecimiento.
Volví a encontrarme con él en el propio instituto Antonio Machado, esta vez como compañero de fatigas escolares. Lo mejor que me ha pasado en el desempeño de la docencia –procurando, como decía Lázaro, arrimarme a los buenos–, aparte del afecto, incomparable, de algunos alumnos, ha sido la cercanía de hombres sabios, de una pieza, como Jesús, de los que tanto pude aprender. Como es natural, entonces y posteriormente he discrepado muchas veces de sus criterios estéticos, pero he intentado atender a sus razonamientos –en general, por experiencia y condición, más fundamentados– y, en caso necesario, aplicarme sus lecciones. Y hay algo que nunca compartí con él, en absoluto, la pasión política, que me resulta ajena por completo, lo que no obsta, naturalmente, para reconocerle sus innegables méritos en su ejercicio ejemplar de la función pública.
Los aciertos de su gestión cultural a lo largo de los tres últimos lustros como concejal del ayuntamiento son tan conocidos y notorios que no es necesario siquiera mencionarlos ni ponderarlos. Lo mismo puede afirmarse de su legado. Habría que extenderse desmesuradamente para poder hacerlo en sus justos términos, pues abarcan tanto el campo musical como el cinematográfico, teatral, escultórico, pictórico…, nada le era ajeno, en todo ponía el hombro y lo que hiciese falta con un desprendimiento ilimitado. Podríamos enumerar infinidad de iniciativas cuya realización no hubiera salido adelante sin su apoyo.
Más allá del acierto, nunca casual o azaroso, sino fruto del saber, el discernimiento e incluso la intuición certera, quisiera destacar su abnegación, su laboreo infatigable, inasequible al desaliento, aun en las peores circunstancias o ante contingencias en apariencia insuperables. Nada ni nadie conseguía detenerlo si estaba seguro del valor y la bondad de sus propósitos. Todo su ahínco, en verdad admirable, llevaba aparejado la defensa a ultranza de la cultura de verdad, tan huérfana de impulso institucional tanto en nuestra tierra como en cualquier otro lugar de España. No obstante, jamás soslayó eventos populares o tradicionales, algunos tal vez en exceso populistas, en los que se implicó también en cuerpo y alma, no sólo fomentándolos, sino participando en ellos, en ocasiones, me temo, en detrimento de su vida privada e inclusive de su salud.
Fue el único dirigente político que conozco que arriesgó por la cultura con mayúsculas, posiblemente al ser de los pocos que tenía ese poso de sapiencia al que me refería antes. De entre sus incontables méritos en este terreno, muchos imaginados, levantados y llevados a cabo en solitario y, por si fuera poco, a pesar de los pesares, contra viento y marea, me limitaré a citar Expoesía, un auténtico milagro y, como tal, sin parangón. Para quien no lo sepa, Expoesía es una feria asombrosa que sucede anualmente en Soria, llena sus calles de versos para chicos y mayores, para niños de todas las edades y ofrece al público en la Dehesa y otros escenarios talleres poéticos infantiles y para adultos, presentaciones de libros, recitales, mesas redondas, música en directo, performances, exposiciones paralelas….
A fuer de ser sinceros, debo confesar que cuando Jesús me comentó que estaba pergeñando una feria del libro centrada en la poesía, por hallarnos en la tan cacareada ciudad de los poetas –si bien jamás se había apoyado desde las instancias oficiales a la poesía viva ni a la literatura–, pensé que fracasaría, que no sería capaz de llevarla a efecto o que como mucho duraría una o dos ediciones, como las revistas o encuentros poéticos. Increíblemente, como tantas otras cosas, lo hizo. Resistió de manera heroica, numantina y zamoranamente, casi sin ayuda alguna, las primeras expoesías primaverales, marcadas por rayos, truenos y centellas: meteorológicos, pues parecían una llamada propiciatoria para garantizar las cosechas; y políticos: los embates, con tintes goebbelsianos, de la oposición, en connivencia con un nefasto director de periódico.
Me acuerdo, para terminar la semblanza, del pobre Jesús allí, siempre desamparado, acurrucándose bajo el saledizo de una caseta para capear el temporal. Todos sus merecimientos públicos no son nada en mi memoria en comparación con lo que fue como persona: uno de los hombres buenos que he tenido la fortuna de conocer. Afable sin ser zalamero, excelente conversador sin caer en parlanchín, extravertido pero nunca pesado, templado sin llegar a adusto…faltan adjetivos para definir su bonhomía machadiana, su integridad, su honestidad, su honradez. Me gustaría, por último, evocarlo en una sobremesa interminable en un fogón de Navaleno, tras una comida con unos pocos colegas con motivo de mi despedida como profesor del Machado. Es como si lo viera ahora, a mi lado, con su eterna media sonrisa acogedora, su alegría contagiosa, tras las gafas los ojillos, como los del resto, algo achispados, mientras entona acompañado de su guitarra una canción con letra de su admirado paisano Agustín García Calvo, en una de sus facetas menos conocidas, la de cantautor. Quiero recordarlo así, para siempre, pletórico, repartiendo su júbilo con una prodigalidad portentosa, al alcance de muy pocos, sólo de los elegidos.